miércoles, 29 de abril de 2015

Recordando lo imposible (Prólogo y Capítulo I)

PRÓLOGO


C
uando Emily Lane recibió la carta de su madrastra, supo que sus cuatro años de paz habían terminado. Sabía que tarde o temprano tendría que regresar a casa, pero siempre había deseado que ese momento se retrasara, al menos, un poco más.
—¿Em? ¿Estás bien? —Sophie miró a su amiga y se acercó, preocupada. Era la primera vez que veía a Emily tan pálida y tan sumamente callada.
—Sí, gracias —contestó ella de manera automática y dobló la carta con cuidado de no arrugarla—.Tengo que ir a hacer las maletas, Sophie. ¿Podrías disculparme con las demás?
Sophie contempló a la joven durante unos breves segundos y asintió, pesarosa. Era la segunda amiga que se marchaba de la academia ese mes. Era completamente lógico, por supuesto, ya que la nueva temporada londinense estaba a punto de inaugurarse y todas las jovencitas tenían que regresar a sus hogares.
—¿No vas a despedirte de ellas, Em?
Emily se detuvo en seco y se giró hacia su amiga. Sus ojos azules chispearon con tristeza, pero no llegaron a humedecerse. Sabía que tenía que despedirse de las demás, pues habían sido su familia durante el tiempo que llevaba allí. Pero, el hecho de pensar que no volvería a verlas, se le hacía muy difícil de digerir. Quizá por eso prefería dar el asunto por zanjado lo antes posible.
—No quiero que lo pasen mal —contestó con sencillez y suspiró—.Cuando llegue a casa las escribiré y me disculparé.
—Pero, Em…—insistió Sophie y la cogió de la mano para evitar que se marchara—. No te van a perdonar que te vayas así como así. Sabes que será solo un momento.
—Un momento muy duro para todas—repuso ella y relajó los hombros. Después estrechó la mano de Sophie con cariño y asintió—. Tendré que ir a por pañuelos.
Sophie sonrió con satisfacción y tiró de la joven hacia la puerta del saloncito. Conocía bien a Emily y sabía que si la dejaba sola un momento, se escaquearía. La escuchó bufar tras ella, y no pudo evitar reír entre dientes. Al parecer, Emily había llegado a la misma conclusión, y no parecía hacerle demasiada gracia.
o
La Academia para Señoritas Rosewinter llevaba abierta más de cincuenta años. Era una institución de pago de alto renombre, famosa por su enseñanza de los buenos modales. Allí acudían las hijas de los aristócratas europeos y regresaban convertidas en excelentes modelos de conducta femenina.
Emily llevaba inscrita en Rosewinter desde que tenía trece años. Aún recordaba el largo viaje hasta Escocia, y la sensación de abandono que había sentido cuando su padre se marchó. En aquellos momentos solo pudo hacer pucheros y preguntarse qué había hecho mal. No entendía qué podía haber pasado para que su padre la encerrara allí pero tenía que haber sido muy grave. Quizá si se portaba bien podría volver pronto a casa, pensó y dejó de hacer muecas de inmediato. Cuando minutos después la señorita Hersten apareció para convencerla de que la academia no era tan mala como ella pensaba, se encontró con una niña sumisa y muy tranquila, que deseaba empezar las clases de inmediato. No era la primera vez que ocurría, así que la señorita Hersten no dudó en llevarla a una de las reuniones de práctica.
El primer año de academia fue muy duro para Emily. Rosewinter era un lugar solo para mujeres y eso hacía que se compitiera prácticamente por todo. Pronto se dio cuenta de que si quería encajar con las demás muchachas tendría que aplicarse en todo lo que hiciera, fuera lo que fuera.
Las clases eran largas y monótonas, pero Emily aprendió a disfrutarlas. Por las mañanas bordaba y practicaba el arte de la conversación. A media mañana, las alumnas estudiaban protocolo y aprendían historia. Una hora más tarde, en la comida, las lecciones continuaban y se centraban en los modales en la mesa. Después, todas las jóvenes iban a descansar hasta las cinco, hora del té, donde leían en voz alta y en diferentes idiomas. Por la tarde, antes de las siete, iban a montar a caballo. Tras la cena, todas se reunían en uno de los saloncitos para relajarse de las tensiones del día. Fue allí donde Emily conoció a Sophie, hija de un conde francés, o a Joseline, sobrina de un marqués inglés. Las tres tenían la misma edad, y no tardaron en congeniar. Poco a poco su círculo de amistades se amplió pero a ellas siempre les guardó un lugar especial en el corazón.
—¿Te marchas? —Joseline jadeó horrorizada y se tapó la boca con ambas manos.
Tras ella la señorita Cless frunció el ceño y carraspeó. Durante un momento las tres amigas callaron, hasta que su profesora volvió a girarse.
—Mi madrastra cree que ya es hora de que regrese —contestó Emily con suavidad y se encogió de hombros. No quería hacer un drama de todo aquello. La decisión estaba tomada y nada podía cambiarla—. Vosotras también tendréis que regresar pronto.
Esta vez las tres callaron por propia voluntad. El suave rumor de las declinaciones latinas resonó por las paredes, lo que no sirvió para levantarles el ánimo.
—Por lo menos verás a tus padres, Em. No todo es malo. —La consoló Sophie y sonrió. Sus finos labios se curvaron hacia arriba e iluminaron su rostro, pequeño y  redondo.
—No estoy muy segura de querer verles —confesó ella y clavó la mirada en un punto indeterminado de la mesa.  Uno de los cuidados rizos rubios se agitó y amenazó con estropear su complicado peinado, pero Emily se aseguró de que permaneciera en su sitio. Ese era otro de los reflejos que había adquirido en la academia ya que la elegancia era un pilar clave de su educación.
—No digas eso. —Joseline frunció el ceño y escribió algo en su hoja de papel— Son tus padres.
Emily esbozó una sonrisa divertida y negó con la cabeza.
—Unos padres que no se han dignado en venir a verme en el último año y medio. Me pregunto si serán capaces de reconocerme en la recepción. —dijo y dejó escapar una suave carcajada.
Tanto Joseline como Sophie sonrieron. Era verdad que Em había cambiado. Cuando llegó a Rosewinter era una niña que no destacaba ni física, ni mentalmente. Sin embargo el tiempo había jugado en su favor y la había transformado por completo.
—Imagínate que no lo hacen. —Rió Sophie y sacudió la cabeza. Sin embargo, al escuchar el ronco sonido de la campana su sonrisa se borró, al igual que las de Joseline y Emily— ¿Cuándo tienes que irte?
—Si puedo, esta misma noche. ¿Por qué tan pronto?— intervino Joseline y se levantó junto a las demás para salir del aula— ¿No puedes posponerlo un poco?
Emily frunció el ceño y se encogió de hombros.
—Mi madrasta ha insistido mucho en que sea esta noche. Pero no tengo ni idea de por qué.
—Entonces te ayudaremos a hacer las maletas —decidió Sophie y se encaminó al lado oeste de la mansión, allí donde se situaban las habitaciones de las alumnas de último curso—. Así pasaremos más tiempo juntas antes de… bueno, eso.
—Puedes decir que me voy, no es el fin del mundo. —Emily sonrió forzadamente y siguió a sus dos amigas. No tenía ni idea de cuándo volvería a verlas, y aunque intentaba por todos los medios no pensar en ello, sentía que la presión en su pecho iba creciendo poco a poco.
El pasillo que recorrían cada día les pareció más corto que de costumbre e incluso tuvieron la sensación de que las escaleras tenían menos escalones. La partida de Emily era inevitable, y todas lo sabían. Sin embargo no se dejaron llevar por la melancolía. Si algo caracterizaba a aquel trío era su facilidad por cambiar las cosas, por encontrar algo bueno en todas las situaciones.
Pronto se vieron empaquetando vestidos y medias, zapatos y joyas, y todo lo que tenía Em en la habitación, mientras rememoraban sus cuatro años de amistad. Había muchas cosas sobre las que hablar, tantas, que cuando se dieron cuenta el sol había desaparecido.
Emily suspiró y miró a su alrededor. Las maletas se amontonaban junto a la puerta de su habitación, donde se había reunido un grupo de curiosas. Sonrió, se acomodó el vestido hasta que no quedó una sola arruga y mandó buscar a un mozo que la ayudara a llevar todo al carruaje que ya habían preparado para ella.
Por lo visto, la directora de la Rosewinter, la señorita Flynn, ya se había encargado de todo.
Emily se marchaba y ya, no había vuelta atrás.







Capítulo I
G
eoffrey gruñó por lo bajo e intentó ajustar el nudo de su corbata. No tuvo mucho éxito,  por lo que maldijo, tiró la ésta sobre la cama y dio un trago a la petaca que había sobre la mesa. El alcohol del brandy abrasó su garganta durante un momento y calmó el violento temblor de sus manos. Después abrió el armario y buscó otra corbata entre la poca ropa que le quedaba.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien le había invitado a una reunión social. Si mal no recordaba… casi un año. Exactamente desde la boda de sus mejores amigos. Era impresionante lo rápido que pasaba el tiempo. Parecía que la boda hubiese sido ayer… Geoffrey suspiró con melancolía y terminó de vestirse. Metió la camisa blanca por dentro de los pantalones y se colocó el chaleco azul celeste de manera que no hubiera ni un solo pliegue fuera de lugar. A fin de cuentas iba a una reunión de aristócratas y no a un bar cualquiera.
Geoffrey sonrió para sí con nerviosismo y bajó las escaleras ayudándose de su bastón, aunque aún no se acostumbraba a llevarlo. Después escogió una botella de la despensa, la descorchó y vertió parte de su contenido en la petaca. Siempre venía bien ir preparado... Nunca sabía cuándo iba a necesitar un trago, así que prefería llevarlo encima. Marcus no estaba de acuerdo, por supuesto, pero ahora que estaba casado tenía otros problemas en los que pensar.
El reloj de pared dio las ocho y, en ese momento, la puerta de su casa se abrió. Uno de sus criados, uno de los pocos que le quedaban y que ahora hacía de mayordomo y cochero, entró y le sonrió pausadamente.
—Está todo listo, milord.
—Perfecto, James —contestó y se acomodó un mechón de pelo rubio tras la oreja. Desde la guerra había descuidado más su aspecto y se había dejado el pelo por los hombros. Sabía que iba a llamar la atención de todos modos, y así gastaba menos dinero en tonterías y más en brandy.
James esperó a que Geoffrey saliera de la casa y subiera al carruaje. Éste no era el mejor del mundo y era evidente que había pasado épocas mejores. Pero era el único que les quedaba, al menos hasta que Geoffrey se decidiera a venderlo también. James sacudió la cabeza y subió al pescante. Después se abrigó todo lo que pudo y espoleó a los caballos en dirección a la propiedad de los Laine, Whisperwood, donde tendría lugar la fiesta.
Tardaron muy poco en llegar, ya que su destino estaba prácticamente en mitad de Londres. Era un caserón muy elegante y, en aquellos momentos, estaba lleno. Como era costumbre en aquel tipo de celebraciones el patio delantero estaba lleno de carruajes y de caballos que piafaban nerviosos. Geoffrey se asomó a una de las ventanillas y picado por la curiosidad, buscó aquellos escudos que reconocía. Vio a los Kingsale, a los Jefferson y por supuesto, a los Meister, sus mejores amigos, que, precisamente en  en esos momentos se acercaban a la puerta cogidos de la mano. Geoffrey apartó la mirada al sentir una punzada de dolor en el pecho. Verlos juntos siempre le recordaba a Judith y al tiempo que había pasado con ella antes de su muerte. No podía evitar pensar que ellos eran tan felices como lo había sido él… y eso lo llenaba de envidia, por mucho que le pesara.
Un suave golpe en el carruaje le trajo de nuevo a la realidad. James abrió la puerta e hizo amago de ayudarle a bajar, pero Geoffrey gruñó y bajó por su propio pie. No era ningún lisiado, y le molestaba mucho que le trataran como tal. No había nada peor que sentir sobre él miradas de compasión y lástima. Bufó sonoramente y estiró su pierna derecha hasta que sus músculos se relajaron. El dolor fue atroz, pero no consintió en apoyarse en el bastón. No quería que el resto del mundo se enterara de que tenía una rodilla destrozada. Suficiente sabían ya de su vida como para añadirle más dramatismo, pensó y entró en la casa todo lo rápido que pudo.
El salón principal estaba abarrotado de personas, como era de imaginar. Condes, duques, barones… todos se movían unos alrededor de los otros, como aves de presa buscando algo sobre lo que abalanzarse. 
Geoffrey se estremeció y bajó las escaleras intentando disfrazar su cojera en la medida de lo posible. No tenía hambre, así que obvió la parte del salón donde estaban las viandas. Decidió que ya iría más tarde, cuando hubiera bebido un par de copas. Pero lo primero era lo primero. Tenía que saludar a los Laine, los anfitriones de la fiesta. Era a su hija Emily a quien dedicaban la celebración, por lo que al menos tendría que hacer acto de presencia. Rápidamente escudriñó a la multitud y sonrió. Vio a los Laine de espaldas y justo a su lado a Marcus y Rose. Como siempre, Marcus se le adelantaba en todo.
Exasperado y divertido a partes iguales, Geoffrey sacudió la cabeza y se acercó a ellos.
—Está claro que esta mujer se ha empeñado en desafiar todo lo que creo. —Marcus rió suavemente y  acarició a Rose con ternura. De pronto sintió un suave golpe en el hombre y se giró. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro y se apartó de su mujer, que también sonrió—. Vaya, pensé que te habías perdido, Geoff.
—No es tan fácil perderme, Marcus —contestó él y miró a sus anfitriones—. A ver si te crees que porque estemos un poco lejos de mi casa voy a... —Se detuvo bruscamente y parpadeó. Su mirada se desvió rápidamente de los Laine y recayó en la muchacha que les acompañaba. Rubia, de grandes ojos azules y con rasgos de ángel. Geoffrey retrocedió un par de pasos bruscamente y palideció. No, no podía ser—. Judith… —susurró sobrecogido y se aferró al bastón con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos.
La muchacha sonrió y le miró con curiosidad. Parecía que él quería decir algo, pero que no se atrevía a dar el paso. Su sonrisa se tornó mucho más amable y suave.
¿Geoffrey? —La voz de Rose le llegó desde muy lejos, pero sonaba realmente preocupada—. Creo que no os conocéis. Lady Laine… —Rose miró a la joven y sonrió—. Él es Geoffrey Stanfford, barón de Colchester.
Geoffrey asintió levemente, pero no fue consciente de lo que estaba haciendo. El dolor le recorría en grandes oleadas y no era capaz de articular una sola palabra. No podía ser. Simplemente era ilógico y demencial, pero… aparentemente cierto. Allí estaba, mirándole con esos ojos que tan bien conocía. No podía creerlo ni dar crédito a lo que estaba viendo, simplemente era incapaz de pensar que Judith había vuelto. Había pasado cuatro años enteros de su vida visitando su tumba para llorarla, para despedirla y ahora… la tenía delante de sus ojos.
—Es un placer conocerle, milord. —Emily sonrió con suavidad, tal y como había aprendido en la academia, e hizo una reverencia perfecta. Sin embargo, cuando volvió a levantar la mirada, se ruborizó. Nunca había visto una mirada tan intensa como la de aquel hombre, y menos si iba dirigida hacia ella. Un cosquilleo la recorrió de golpe y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para continuar hablando sin parecer tonta—. ¿Cómo está?
Definitivamente aquella voz no era la de su Judith.  La de lady Laine era mucho más suave y aguda, y no le llegaba tan hondo como la de su mujer. Sin embargo, no podía dejar de mirar a la joven, por mucho que le pesara.
Geoffrey tragó saliva desesperadamente y trató de recobrar la compostura. Si no lo hacía empezaría a balbucear como un niño, y eso era lo último que necesitaba en aquellos momentos.
—Es… un placer, lady Laine —musitó levemente y se forzó a coger la mano que ella le ofrecía. Malditas costumbres inglesas, maldijo para sí y besó con suavidad los nudillos de Emily. En el mismo momento en el que sintió la piel de la joven contra sus labios, su cabeza se llenó de recuerdos, de imágenes de Judith, de sus sonrisas y miradas. Una oleada de dolor le recorrió con tanta fuerza que la soltó bruscamente y se incorporó. Tenía que salir de allí en cuanto antes y beber algo. Algo fuerte, a ser posible—. Bienvenida de nuevo a Londres.
—Gracias, milord. —Emily sonrió con suavidad y retiró la mano. Se le hacía raro sentir los labios de un hombre sobre ella, pero no podía negar que era una sensación muy agradable. Incluso si ese roce era breve y casi obligado—. ¿Hace mucho que se conocen, milord?—preguntó y miró a Marcus y a su mujer, que estaban completamente pendientes de Geoffrey.
—Sí, desde hace varios años. —Marcus intervino con rapidez al ver la alarmante palidez de su amigo. Él también se había dado cuenta del notable parecido que tenía Emily con Judith, y sabía que Geoffrey no estaba pasando por un buen momento. Tenía que sacarle de ahí antes de que se derrumbara… o antes de que hiciera alguna tontería—. Si me disculpan, acabo de recordar que Geoffrey y yo teníamos un asunto pendiente de máxima urgencia.
Geoffrey parpadeó rápidamente, confuso, pero al ver la mirada decidida de Marcus, asintió. Al menos sería una buena excusa para salir corriendo de allí. Sin embargo, no pudo evitar echarle una última mirada a Emily. Era joven, mucho más que él, pero había algo en ella que le descolocaba completamente.
—¿Y tienen que hablar de trabajo en un día como hoy? —La estridente voz de Josephine resonó con fuerza, como siempre que ella hablaba. A su lado, Em sacudió la cabeza de manera imperceptible, molesta.
—Déjales, querida. Los negocios son los negocios. —El padre de Emily, Chistopher, sonrió y apuró su copa de vino. Un par de gotas cayeron sobre su camisa, pero nadie pareció notarlo o al menos, nadie hizo mención a ello.
Marcus sonrió brevemente y miró a su mujer. Rose enarcó una ceja y carraspeó con sutileza. Al parecer ella también se había dado cuenta de que Geoffrey tenía que salir de allí.
—Me temo que es muy urgente, milady. —Marcus apoyó una mano sobre el hombro de Geoffrey y tiró de él—. Pero no se preocupe, no dejaremos a su hija sola durante mucho tiempo. Es más, creo que disfrutará mucho charlando con mi mujer. Y ahora, si me permiten… ¿Nos presta el estudio o la biblioteca, Laine? Será solo un momento.
—Claro, es aquella puerta del fondo. —Cristopher señaló una dirección con uno de sus rollizos dedos—. Aunque les va a resultar difícil hacer negocios con medio Londres saludando. Y no se preocupe por el tiempo, Meister. Intentaré soportar estoicamente la compañía de estas tres adorables damas.
Marcus rió brevemente e hizo un gesto de despedida. A su lado Geoffrey le imitó, aunque su gesto no fue tan fluido como el de él. Después se giró precipitadamente y le siguió a grandes pasos hasta que ambos desaparecieron tras la puerta.
o
Emily  siguió con la mirada a ambos hombres hasta que cruzaron la puerta. Después sonrió con amabilidad y miró a la mujer que había venido con Marcus. En comparación, era mucho más joven que él pero el brillo enamorado de sus ojos decía que a Rose no le importaba. No era demasiado alta, ni tenía nada que ver con el canon de belleza clásica. Y, sin embargo, parecía feliz pese a sus defectos. Una oleada de simpatía hacia aquella mujer recorrió a Emily, que se giró hacia ella, sonriente.
—Será un placer hablar con usted, milady. Acabo de llegar de Glasgow, y aún no conozco mucha gente.
—Ya la conocerás, Em. —Josephine se acomodó los guantes sobre sus gastadas pero elegantes manos y miró a su hijastra—. De hecho, de eso mismo quería hablarte.
—¿De conocer gente, madre? —preguntó con extrañeza y frunció el ceño durante un brevísimo momento. Sin embargo fue suficiente para que su madrastra se diera cuenta.
—No frunzas el ceño, Emily. —La regañó y puso los ojos en blanco— .¿No te han enseñado nada de modales en  Rosewinter?
Emily abrió la boca para contestar, pero un gesto de Josephine la detuvo.
—Da igual, prefiero que no me lo digas.
—¿Rosewinter es la academia a la que ha ido, Emily?—Rose intervino con rapidez y miró a la joven intencionadamente. La mujer vio con satisfacción como ella suspiraba aliviada y como se relajaba notablemente.
—Sí, milady. He estado cuatro años allí, desde que cumplí los trece.
—¿Y por qué tanto tiempo? He de imaginar que un solo año allí debe costar una fortuna —comentó Rose y desvió la mirada de Emily para buscar a sus anfitriones: lord Laine rellenaba su copa de nuevo y su mujer se abanicaba con desgana, a pesar de que no hacía calor en la sala.
—¿Una fortuna? Dos, cada año. Pero mi hija se merece lo mejor. ¿No es así? —Cristopher hizo una mueca a modo de sonrisa y acarició torpemente  la mejilla de Emily.
—Mis padres pensaron que una buena dama debe instruirse durante muchos años y que ningún lugar en Londres me ofrecía esa posibilidad —explicó Emily y sonrió con amabilidad. Ni ella misma entendía por qué había tenido que estar tanto tiempo allí, pero no se quejaba. Gracias a ello había encauzado su vida de una manera diferente al de otras jóvenes de su edad—. En Glasgow nos daban todo aquello que necesitábamos.
Rose asintió conforme y apuró su té. Ella misma había deseado que sus padres hubieran sido un poco parecidos a  los de Emily para haber contado con esa clase de lujos. No le había ido mal sin ellos, por supuesto, pero era cierto que hubiera agradecido cierta ayuda.
—En Rosewinter hacen verdaderas maravillas —comentó Josephine y dejó el abanico de lado para mirar a Emily—. Es el mejor lugar para que una jovencita se prepare para el matrimonio.
Emily se forzó a sonreír con toda la alegría que era capaz de fingir. La sola idea del matrimonio la aterraba, porque había sido educada para temerlo. Para ella una boda era una limitación a su vida y a su libertad, especialmente si no se casaba por amor. Y, sin embargo, aceptaba estoicamente que tendría que hacerlo. Tarde o temprano vería su vida ligada a la de otra persona, y era mejor ir haciéndose a la idea. Si algo había aprendido en Rosewinter era que el deber estaba por encima de todo. Y su actual deber era obedecer a sus padres…quisiera o no.
—He oído, milady,  que se casó no hace mucho.
Rose sonrió ampliamente y asintió.
—El mes que viene hará un año, sí. Por eso yo tampoco conozco mucha gente, porque apenas he salido de casa. —Rió suavemente y obvió las miradas escandalizas de sus anfitriones. Rose estaba acostumbrada a ese tipo de miradas, y con el tiempo se había acostumbrado a destacar en los círculos sociales.
—Esperemos que Emily se sume pronto a la lista de recién casados —intervino Cristopher y sonrió de manera ladina—. Es una jovencita preciosa, y aunque hemos intentado reservárnosla, no nos queda otro remedio que pensar en lo mejor para su futuro.
Emily se apresuró a asentir y a sonreír a su padre. Sin embargo su sonrisa no tardó en apagarse. Soy como el ganado, como una maldita yegua de cría, pensó y su habitual gesto de sumisión se deshizo durante un breve momento. No podía evitar pensar que su matrimonio favorecería más a sus padres que a ella misma.
—Yo también deseo casarme pronto, padre. No soportaría la vida de soltera durante mucho tiempo—mintió y trató de volver a sonreír, tal y como había estado practicando durante las largas tardes en Rosewinter.
—Pero… —Rose frunció el ceño y sacudió la cabeza, contrariada. Sin embargo no consiguió terminar la frase, ya que fue bruscamente interrumpida por Josephine.
—Lo mejor para una jovencita de la alta sociedad es casarse pronto y bien —contestó y miró a Rose de reojo. Todos los que estaban allí reunidos conocían el escándalo de los Meister, pero nadie decía nada sobre el tema. De hecho todo el mundo parecía apreciar mucho a Rose… a pesar de todo—. Por eso mismo, Emily, quería presentarte a lord Sutton, lord Mirckwood y lord Busen. Todos ellos son muy buenos partidos.
Al escuchar esas palabras, tan duras y tercas, Emily se forzó a no poner los ojos en blanco. Sabía que si lo hacía se ganaría una reprimenda por parte de su madrastra y era lo último que necesitaba. Suficiente tenía ya con saber que sus padres querían casarla de inmediato. Maldita fuera, no hacía ni un día que había llegado de Glasgow y ya estaban buscándola otro lugar donde encerrarla. Una profunda oleada de tristeza la recorrió, pero Em supo mantener su suave y falsa sonrisa.
—Y yo quiero tener nietos pronto —añadió Cristopher y sonrió brevemente—. No hay nada mejor que tener a un montón de pequeñuelos correteando por casa.
—Completamente cierto —corroboró Josephine y su cínica sonrisa se amplió.
Rose frunció el ceño, aunque trató de que sus anfitriones no se dieran cuenta de la indignación que la recorría en grandes oleadas. Por el amor de Dios, ¡tenían a Emily como si fuera un maldito florero!  Molesta, resopló discretamente y se tragó todo el veneno que amenaza con enturbiar sus palabras. Se limitó a consolar a Emily con una sonrisa de apoyo.
—Creo que aún es pronto para pensar en eso, madre. —Em sonrió brevemente y apretó su ridículo con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Pero no podía dejarse ir. No era propio de una dama. Tenía… tenía que tranquilizarse y seguir con la conversación, la llevara donde la llevara. Decidió que la manera más fácil de salir de ese vórtice de preguntas, era, precisamente, con otra. Por eso se giró hacia Rose y le devolvió la sonrisa—. ¿Y usted, milady? ¿Ha pensado en tener hijos?
Rose sonrió para sí y su mano derecha se apoyó discretamente su vientre. Aún estaba muy plano y el vestido que llevaba era demasiado amplio como para que alguien se diera cuenta de su pequeño secreto. Un estremecimiento de felicidad la sacudió e hizo que su sonrisa se ampliara.
—En realidad…, Marcus y yo estábamos pensando en organizar una pequeña fiesta para anunciarlo, pero ya que me lo pregunta con tanta amabilidad...sí, amigos míos, estoy embarazada.
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Marcus cerró la puerta de la biblioteca con rapidez y se giró hacia Geoffrey con preocupación. Su amigo estaba mortalmente pálido y parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro.
—Geoff, mírame. ¿Estás bien?
Geoffrey dejó escapar un breve gemido y se dejó caer en el primer sillón que vio, agotado.
—Es… joder, idéntica a ella, Marcus. Esa mujer es...—Enterró la cabeza entre las manos y trató de contener los violentos temblores que le recorrían. No lo consiguió, así que se limitó a pensar en lo bien que le vendría un trago—. Necesito una copa, por amor de Dios.
Marcus se giró alarmado y negó con la cabeza.
—Geoffrey, llevas semanas sin beber, no lo vayas a estropear ahora —suplicó y se acercó a su amigo. El dolor y la desesperación que emanaba Geoffrey era tan intenso que Marcus sintió una fuerte presión en el pecho.
 Al escucharle, tan convencido e inocente, Geoffrey dejó escapar una carcajada amarga y rescató su petaca, llena hasta los topes, del chaleco.
—Sí… semanas —musitó con ironía y bebió un largo trago. El alcohol bajó por su garganta y le abrasó con fuerza, aunque a Geoffrey no le importó. Llevaba mucho tiempo bebiendo como para no estar acostumbrado a esa desagradable sensación.
—¡Escúchame, Geoff! Ella es… solo parecida. Emily Laine no es Judith, por mucho que se parezcan. ¿No te das cuenta, viejo amigo? —Marcus suspiró y se pasó una de las manos por el pelo, desolado—. Intenta calmarte, por lo que más quieras. ¿Quieres que vaya a buscar a Rose? A ella se le dan mejor las palabras…
Geoffrey asintió con un breve cabeceo y dejó que Marcus le quitara la petaca de las manos. Ni siquiera tenía fuerzas para resistirse. Todo él temblaba con fuerza, como si estuviera en la calle en mitad de una tormenta.
—Es… como una pesadilla, Marcus. Es como si ahora que empiezo a recuperarme… ella volviera. Yo… yo… ¿Crees que es porque empezaba a olvidarla? ¿Por eso lady Laine es tan parecida a ella? ¿Para castigarme?
—Geoff… Judith nunca sería tan cruel. Ha sido solo una casualidad. —contestó Marcus, aunque ni siquiera él estaba convencido. Por el amor de Dios, aquella mujer era un clon de Judith, se viera por donde se viera. Era lógico que estuviera tan trastornado—. Espera aquí, yo… voy a buscar a Rose.
Geoffrey asintió, pero no fue consciente de que Marcus se marchaba. A su alrededor todo parecía desdibujarse y no sabía si era por el dolor que sentía o por las lágrimas que enturbiaban su mirada. ¿Por qué, Judith? ¿Por qué me estás haciendo esto?, se preguntó y enterró la cabeza entre las manos. Sabía que se merecía todo aquello. A fin de cuentas… él había matado a su mujer. Y si ahora ella volvía para recordarle su culpa, él lo asumiría, como siempre. Como llevaba haciendo desde el principio. Como continuaría haciendo a partir de ahora.
Marcus salió de la biblioteca todo lo rápido que pudo. La fiesta seguía su rumbo y la gente continuaba ajena a todo lo que pasaba tras las paredes. Y eso, en cierta manera, era un alivio. No tenía ganas de explicar por qué el barón de Colchester había desaparecido de escena tan abruptamente. Suficiente tenía ya con desmentir los muchos rumores que corrían sobre él. No servía de nada, por supuesto, pero tenía que intentarlo. No sería un buen amigo si lo dejara pasar. 
El sonido de la música fue envolviéndolo conforme se acercaba al centro de la sala. Su mujer continuaba rodeada de los Laine, y al verla, sintió una oleada de ternura. Aún no sabía cómo dar las gracias por tenerla, pero seguía buscando la manera correcta de hacerlo.
—Rose, querida… —Marcus sonrió a todos los presentes y enlazó su mano con la de ella, aunque con ello se ganó un coro de miradas reprobatorias—. ¿Puedes venir a la biblioteca un momento? Si a lord Laine no le importa, por supuesto. Pero creo que hay varios libros que te interesarían. —continuó y le dedicó a Rose una mirada cargada de significado.
Rose abrió mucho los ojos y asintió discretamente. Después se giró hacia los Laine y les sonrió a modo de disculpa.
—Oh, eh… disculpad a mi marido, pero siente la misma pasión que yo por los libros exóticos. —Consiguió decir mientras Marcus tiraba de su manga con suavidad. Rose dejó escapar un breve bufido y se alejó un par de metros de sus anfitriones—. Por el amor de Dios, Marcus, ¿qué se supone que pasa?
—Es Geoffrey.  Está… —Marcus sacudió la cabeza y rezó para que la botella de brandy que había en la biblioteca siguiera en su sitio—. …bueno, ahora le verás, pero no va a ser agradable, pequeña.
—Pero… espera, Marcus. —Rose se detuvo y se mordió el labio inferior, como hacía cada vez que estaba extremadamente nerviosa—. Explícamelo antes de que entre.
Marcus suspiró y miró de reojo la puerta que tenía a su espalda.
—Esa chica… Emily, no sé cómo no me he dado cuenta antes, pero es, literalmente, la viva imagen de Judith. Ya puedes imaginarte cómo le ha sentado a Geoffrey.
Rose palideció y asintió secamente antes de abrir la puerta de la biblioteca. Sabía cómo le había afectado a Geoffrey la muerte de su mujer. Había hablado con él las suficientes veces como para adivinar el vacío que había dejado… y el dolor que aún le corroía. Un breve pero intenso estremecimiento de pena recorrió a la joven, que se apresuró en entrar.
—¿Geoff?
Geoffrey levantó la mirada y se secó los ojos con brusquedad. Por nada del mundo quería que alguien le viese llorar y mucho menos aquellos que le conocían. Eso lo dejaría para luego, cuando estuviera entre las cuatro paredes desnudas de su habitación.
—Siento lo patético de la situación, Rose—musitó en voz muy baja y esquivó su mirada. Curiosamente esta terminó encontrándose con una botella de brandy sin abrir. El doloroso anhelo de beber un trago hizo que se le encogieran las entrañas.
—No digas estupideces. —Rose sacudió la cabeza y se arrodilló frente a él, para estar a la misma altura. Sus ojos se cruzaron durante un breve momento y la soledad que vio en los de él la estremeció—. ¿Estás bien?
Geoffrey sacudió la cabeza y apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
—Si me hubieran dado un mazazo en el pecho… hubiera sido menos doloroso —contestó, en apenas un susurro—. Ha sido demoledor.
—Pero… sabes que no es ella ¿verdad? —Rose miró a su marido, angustiada—  No es Judith, es otra mujer.
—Lo sé de sobra, Rose. Pero eso no implica que me destroce ver un jodido retrato suyo.
Rose suspiró y le cogió cariñosamente de las manos. Geoffrey tenía las manos heladas, y no podía contener los temblores de la abstinencia. La joven apretó con más decisión los dedos entre los suyos y le dedicó una leve sonrisa.
—Tienes que ser fuerte. Tienes que continuar como has hecho hasta ahora. Sabes tan bien como yo que los problemas no desaparecen de la noche a la mañana. Lidia con ellos, Geoffrey.
—Si fuera tan fácil… —Geoffrey sacudió la cabeza y acarició con el pulgar el guante de seda que llevaba Rose.
—Nadie dijo que lo fuera. —intervino Marcus y se acercó a ellos—. Es hora de volver, Geoffrey. No puedes esconderte aquí hasta que se vayan tus fantasmas.
Rose asintió de acuerdo con su marido y se incorporó. Geoffrey no levantó la cabeza, ni hizo amago de querer levantarse.
—Emily Laine no ha vuelto de Glasgow para castigarte, Geoffrey. No lo olvides, por favor. —Rose suspiró y regresó junto a su marido aunque no pudo evitar que la compasión se reflejara en sus ojos.

Geoffrey asintió más para sí que para nadie y apenas fue consciente de que la pareja salía de la habitación. Las sombras de su pensamiento se volvieron más oscuras y se aferraron a su pecho, a su corazón. El dolor se hizo aún más patente, y la desesperación por beber aumentó. Judith…, musitó para sí y acarició la petaca distraídamente. Solo necesitaba un trago para olvidar ese nombre. Un trago tras otro, y esas letras que tanto daño le hacían se difuminarían en el olvido. 


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lunes, 27 de abril de 2015

Conquistando lo imposible (Capítulo I)

Capítulo I


E
ra un día como otro cualquiera, frío, húmedo y con poca luz. Pero, ¿qué se podía esperar del tiempo londinense? Y sobre todo allí, tan cerca del río y de la agitada ciudad.
La joven suspiró lánguidamente y desvió la mirada de la labor de costura que tenía en las manos: un bordado que no terminaba de coger forma, pues ella no acertaba a dar más de tres puntadas seguidas. Sin duda alguna, Rose prefería coser o zurcir.  En realidad, prefería hacer cualquier cosa que fuera realmente útil y que no la frustrara tanto como aquello. ¿Para qué demonios le iba a servir el saber bordar mariposas en los manteles? Era mucho más útil saber hacerlos, no dejarlos bonitos. Todo aquello no servía para nada salvo, quizá,  para perder el tiempo.
Rose volvió a suspirar y dejó que su mirada deambulara por el paisaje urbano que había más allá de la ventana. Últimamente pasaba todo su tiempo así: intentando bordar alguna tontería mientras observaba las maravillas de detrás del cristal. Unas maravillas que ya conocía, no solo por los libros que leía, sino también por los continuos viajes en los que se había embarcado con su padre.
Y ahora…, después de tanto tiempo dando tumbos, después de desear con ahínco la estabilidad, Rose reconocía que echaba de menos todo aquello. Añoraba aquellos días en los que podía salir a pasear vestida de cualquier manera, sin peinar y con los labios manchados de frambuesas, esos días en los que su opinión era tan válida como la de cualquiera, y en los que no importaba si se equivocaba o no. Sí... la verdad es que echaba de menos su vida anterior y la libertad que la caracterizaba.
—Rose, ¿estás bien? —Una voz suave surgió tras ella, haciendo que la joven diera un respingo, asustada, y que dejara caer la labor.
—Eh… sí, claro. Discúlpeme, padre, estaba distraída. —farfulló rápidamente y recogió el paño sin ganas. Después lo sacudió y volvió a acomodarlo en su regazo.
—Ya veo. —musitó él a su vez y volvió la vista hacia sus libros, que poco a poco se amontonaban en la mesita del estudio. Unos segundos después volvió a mirar a la joven, ésta vez con curiosidad. Su hija acostumbraba a abstraerse, pero nunca lo había hecho durante tanto tiempo, ni tan profundamente. Contempló su gesto distraído durante unos segundos y sonrió—. ¿Seguro que estás bien?
Rose volvió a asentir, ésta vez más hoscamente, y dejó la labor sobre la repisa de la ventana. Sus ojos, grandes y oscuros, se clavaron en el hombre que ahora le daba la espalda. Vandor Drescher: un escritor de renombre conocido en toda Holanda, Francia, y ahora, allí, en Inglaterra. Inevitablemente, el orgullo  y la calidez reverberaron en ella. Gracias al trabajo de su padre podrían vivir cómodamente durante un tiempo sin tener que hacer ningún tipo de esfuerzo. Eso no significaba que fueran ricos, ni mucho menos, pero sí era cierto que no tenían que preocuparse de no tener un plato en la mesa. Sin embargo, el hecho de que estuviera encerrada en casa también se debía a él y a esas estúpidas normas que, últimamente, había implantado.  
Al recordar ese último detalle, Rose frunció el ceño y dejó escapar un leve bufido. El éxito que había tenido Vandor en la sociedad londinense les había puesto en un compromiso. Día sí y día también ambos eran invitados a múltiples reuniones o a fiestas en los que primaba la etiqueta y el decoro. Pronto todo esto se convirtió en un problema ya que, con el paso de los años, Vandor descubrió que la educación de una adolescente para tales eventos no era algo sencillo.
A decir verdad, Rose nunca había dado problemas en cuanto al aprendizaje. Era una Drescher, y eso significaba inteligencia, buena disposición y memoria. Sin embargo, la pequeña también poseía un carácter fuerte, tenaz, orgulloso y, a menudo, terriblemente difícil. Sus padres lidiaron con sus defectos como pudieron pero, al vivir en un pueblo donde escaseaban los recursos, Rose creció con una inusitada libertad.
Sin embargo, la auténtica odisea empezó tras la muerte de la señora Drescher durante una epidemia de gripe. Vandor, aunque idolatraba a Rose, su pequeña, nunca había actuado realmente como padre y tutor así que, cuando su mujer murió, los problemas se acentuaron enormemente.
Rose sacudió la cabeza al recordar cómo toda su vida había cambiado en apenas un par de meses. A pesar de que ella era muy pequeña, fue plenamente consciente del sin vivir de su padre: por un lado, la agonía de no tener a su mujer a su lado, y por otro… la alegría que le había supuesto enterarse de que se había convertido en una celebridad en Holanda. Eran demasiadas cosas y, evidentemente, no podía con todo. Era imposible mantener viva a su familia y aún así tener buenas relaciones con ella. Por eso mismo, y aunque le dolió hacerlo, decidió contratar a una nodriza que se hiciera cargo de su hija mientras él viajaba.
Al principio solo lo hizo a ciudades cercanas, a dar pequeñas conferencias o a firmar algunos ejemplares y, según pasaba el tiempo, lo hizo a ciudades más lejanas e incluso a la capital, donde permaneció durante meses. Su éxito subió como la espuma y poco a poco  su fama se extendió a los países vecinos, llegando a Francia e Inglaterra en poco tiempo. El dinero empezó a correr a manos llenas y eso terminó de convencer a Vandor para que se dedicara profesionalmente a la literatura, aunque eso supusiera pasar aún menos tiempo en casa.  
Mientras tanto, Rose creció de mano de su nodriza que, debido a su origen humilde, fue incapaz de enseñarle nada de protocolo o etiqueta, pero sí otras cosas como coser o administrar una casa decentemente. No obstante, aquellas enseñanzas que eran tan útiles para otras mujeres, no servían de nada en la alta sociedad. Rose sabía coser, cocinar, hablar de literatura y caballos…, pero era incapaz de acatar normas, de no decir todo lo que pensaba, y de soportar las injusticias de ser mujer. Era, precisamente, el tipo de mujer que más destacaría en la aristocracia.
 Así pues, cuando Vandor recibió su primera invitación para ambos a una de esas fiestas, se vio obligado a declinarla alegando que su hija se hallaba indispuesta. Esa fue la única manera de evitar las habladurías que podían empañar su recién adquirido nombre y fama.  
Finalmente, tras recapacitar mucho, Vandor decidió que sería buena idea ampliar los conocimientos de Rose: le enseñó varios idiomas, aritmética, filosofía y poesía, suponiendo que eso era lo que le abriría las puertas de la sociedad. Pero se equivocó. Cuando Vandor recibió una segunda invitación, se dio cuenta de que nada de lo que le había enseñado servía sin algo, que él, como hombre, no necesitaba de manera tan acuciante: modales y etiqueta.
Fue una velada bochornosa en la que Rose se equivocó con la cubertería, discutió con uno de los lores sobre caballos, y donde tuvo que soportar muchas carcajadas a su costa. Por primera vez  Rose sintió el amargo sentimiento de la humillación. Y decidió que no volvería a pasar por ello.
Poco a poco, impuso su empeño en aprender las bases de la sociedad. Al principio fue gracias a los libros que su padre le traía y, después, fue el mismo Vandor  quien se empeñó en ayudarla. Se había dado cuenta de lo equivocado que estaba y no iba a permitir que su hija creciera sin esperanzas de encontrar un buen marido por un error que era solo suyo. Al menos no si él podía evitarlo.
Pasaron los meses y con ellos, las estaciones. Rose seguía aprendiendo, practicando y perfeccionando sus modales hasta que, de pronto, no tuvo nada más que aprender. Había cumplido los dieciocho años y ya podía decirse que casi era una dama. Solo necesitaba una presentación en sociedad apropiada... que no tendría lugar hasta la siguiente temporada londinense. Aún quedaban unos meses para que ésta se inaugurara, así que Rose,  muy a su pesar, tendría que quedarse en casa hasta que su padre organizara una pequeña recepción que la convertiría oficialmente en una dama.
—Padre, son casi las doce. —comentó Rose con toda la sutileza que pudo. Siempre era mejor tantear el terreno antes de hacer nada, especialmente si se tenía algo "poco correcto" en mente—. ¿No sale hoy a pasear? —preguntó, sabiendo que, según la costumbre de su padre, quedaban pocos minutos para que se cansara de sus libros y saliera a tomar el aire. Un paseo que siempre duraba una hora. Una maravillosa hora de libertad.
Vandor levantó la cabeza y miró el reloj de pared. Su gesto reflejó sorpresa y se levantó de inmediato mientras ordenaba un enorme fajo de papeles.
—¡Vaya! No pensé que fuera tan tarde. —musitó y se acercó a la joven para darle un ligero beso en la coronilla—. Dile a Dotty que prepare algo de comer.
Rose sonrió satisfecha, pero se obligó a no moverse de la silla y no dejar entrever su entusiasmo. Aún era pronto y no quería levantar sospechas que pudieran suponerle un problema para después.
—Como desee. —contestó con docilidad y esperó a que su padre se girara. Su sonrisa pícara se amplió en cuanto lo hizo.
Vandor echó una última mirada a su hija, que había vuelto a coger su labor, y asintió conforme. Estaba muy orgulloso de su buen comportamiento, ya que sabía que ésa era una de las cualidades que más se valoraban en una mujer casadera. Sonrió, cogió su gastado sombrero de copa y su abrigo y, tras echar una última mirada a la habitación, se marchó. Definitivamente, su hija, ésa que había sido rebelde y obstinada, se había convertido en una auténtica dama.
—¡Por Dios! ¡Ya iba siendo hora!—farfulló y se levantó. Un par de mechones rojizos se soltaron del moño y cayeron sobre su rostro.
Frustrada, puso los ojos en blanco, resopló y los colocó tras la oreja con impaciencia. Ya tendría tiempo de peinarlos después, cuando llegara a casa. Y si no lo hacía… bueno, ya encontraría una excusa apropiada que explicara por qué iba tan despeinada. Seguro que tenía alguna guardada en su repertorio. La joven se estiró, precisamente como no tenía que hacerlo, y subió a su habitación tan rápido como le permitían sus pies. Su hora de libertad acababa de empezar y ella valoraba mucho ese tiempo. Eran los únicos momentos en los no tenía que mentir para agradar, ni fingir que estaba a gusto con la vida que llevaba.
Tras colocar el bordado en el cajón de la cómoda del saloncito, Rose pasó como un huracán por su habitación, de donde cogió un sombrerito y un velo de gasa, además de un pequeño monedero. Después, cuando se aseguró de llevarlo todo, esquivó a un par de criados que deambulaban por la habitación de su padre y se escabulló hacia la puerta trasera de la cocina.
En su fuero interno sabía que lo que hacía no estaba bien. Que su padre montaría en cólera si se llegaba a enterar de sus continuas escapadas. Quizá por eso le gustaba tanto hacerlo... Porque era una manera de sentirse viva, de recuperar la rebeldía que tantas veces había guiado su vida. Quizá también era para llamar la atención de su padre, para que éste se diera cuenta de que aquella situación no era lo que ella deseaba. Rose quería libertad, no vivir entre aquellas cuatro paredes, y  mucho menos casarse para terminar viviendo en el hogar de otro hombre.
Rose tomó aire y desechó las sombras de sus pensamientos. Quería vivir. Simplemente.
Tras unos minutos de vigilancia constante y nerviosa, la joven consiguió despistar a su vieja nodriza que, para cuando quiso darse cuenta de lo que había ocurrido,  Rose había vuelto a marcharse.
o
El mercado de los domingos siempre era una buena opción para comprar muebles de corte clásico, baratijas y exquisitas piezas traídas de América. O por lo menos eso querían hacer creer los mercaderes, que llenaban la plaza con sus gritos y ofertas.
Marcus echó un vistazo a uno de los puestos del centro de la plaza, valorando rápidamente la calidad de la madera de un arcón oscuro decorado con delicadas filigranas de plata.
—¿Madera de nogal? —preguntó sin alzar la voz, más atento al baúl que al mercader.
Éste sonrió con autosuficiencia, casi con impertinencia, y se acercó.
—Por supuesto, señor. Esta hermosura viene de los nogales centenarios del centro de Europa. —contestó alegremente y dio un par de fuertes golpes en la madera.
—Ya veo. —murmuró Marcus a su vez y pasó una de las manos por la filigrana central del arcón. No tardó en darse cuenta de que aquello no era plata, sino una baratija muy parecida. Suspiró quedamente y se agachó mientras se preguntaba cuánto tardaría en cambiar la filigrana por plata real—. ¿Cuánto?
—Cuatrocientas libras, sire.
Al oír el precio Marcus enarcó una ceja y clavó su inquisitiva mirada en el mercader. No iba a permitir que nadie se riera de él. Al parecer, el comerciante también pareció darse cuenta porque se retractó rápidamente.
—Pero por ser usted, milord, lo dejo en doscientas cincuenta.
—Mucho dinero por un arcón que tiene de madera centenaria lo que yo de santo, y que tiene de plata lo que yo de mujer. —Bufó él y, como siempre que algo rondaba por su cabeza, se pasó una mano por el pelo, que ya rozaba la mitad de su espalda. Después dejó escapar el aire, lentamente—. Ciento cincuenta libras y te estoy dando mucho.
—Pero, sire… —protestó el hombre, aunque tras enfrentarse con la decidida mirada de Marcus optó por guardar silencio y asentir.
Marcus sonrió satisfecho y recogió el bastón que había dejado en el suelo. Después se incorporó y sacó su cartera, de la que extrajo la cantidad convenida. No pudo evitar un quedo suspiro al ver como desaparecía su dinero a manos del mercader, pero sonrió al ver como dos de sus sirvientes cogían el arcón y lo llevaban a su carruaje.
—Siempre es un placer hacer negocios contigo, Josh. —Marcus sonrió e hizo un breve gesto de despedida antes de girarse y volver a mezclarse con el gentío.
A esas horas la plaza rebosaba de actividad. El mercado, la misa que acababa de terminar y el buen tiempo, hacían de aquel lugar un excelente punto de reunión... a no ser que fueras de ésos que preferían un poco de calma.
Tras la compra, Marcus se alejó del gentío y continuó caminando por las calles cercanas al mercado. Sus pasos le llevaban aparentemente sin rumbo ya que, en aquellos momentos era incapaz de fijarse en nada. De pronto, sintió algo chocar contras sus rodillas: un niño pequeño, lleno de hoyuelos y con las mejillas sucias, que ni siquiera le miraba. Marcus se detuvo bruscamente y siguió con la mirada al pequeño cuando éste se apartó de él. El chiquillo le sonrió de manera traviesa y desapareció tras las faldas de una mujer, que lo regañó severamente.
Marcus sonrió ampliamente y sacudió la cabeza. Después aceptó las disculpas de la mujer llevándose una mano al borde de su sombrero de copa.
Niños...
En realidad, nunca había reconocido lo mucho que deseaba tener uno. El tiempo pasaba y, aunque se resistía a ello, ya empezaba a pensar que ese momento nunca llegaría. Sabía que aún no era tarde, si Amanda se quedaba embarazada…, Marcus sonrió brevemente ante esa posibilidad y observó al pequeño hasta que desapareció tras una esquina.
Amanda, su mujer, era una belleza inglesa, rubia, esbelta y de ojos claros. Era algunos años más joven que él y adoraba el lujo y la buena vida. A él no le importaban sus caprichos, ni algunas de sus excentricidades, ni siquiera el hecho de que se pasara la vida de fiesta en fiesta. A fin de cuentas, con el paso de los años, uno terminaba por acostumbrarse. Era cierto que, al principio, su matrimonio había sido únicamente de conveniencia, pero no había salido del todo mal. Transcurrido un tiempo desde la boda había surgido entre ellos no solo una buena amistad, sino también un cariño dulce y sincero que ya había solventado muchos problemas.
Marcus frunció el ceño levemente y giró la cabeza para buscar a su mujer, que había desaparecido tras un puesto de telas. Al no verla por la zona su incomodidad aumentó y se giró para buscarla, pero se relajó en cuanto la vio de espaldas, un poco más allá. No quería que le pasara nada y no podía evitar cierta sensación de malestar cuando estaban en un sitio tan concurrido. Sabía que a ella tampoco le gustaba así que mandó a uno de sus criados para que se quedara cerca de ella. Hombre prevenido vale por dos, pensó y continuó con el paseo.
El mediodía de un domingo no era un momento favorable para pasear. No había nada parecido a la calma, ni siquiera a la estabilidad. Solo había risas y gritos, olores vibrantes y algunos desagradables, miradas torvas y sonrisas breves. El domingo era el día perfecto para observar a Londres en su pleno apogeo.
Marcus tomó aire lentamente al sentir como la muchedumbre se cerraba en torno a él. Decidió alejarse poco a poco, aunque para ello tuvo que saludar a todos los conocidos que le detenían. Como siempre, esbozó una sonrisa perfectamente ensayada y se deshizo de ellos con habilidad y educación. A pesar de pertenecer a la aristocracia, Marcus no era como el resto. Disfrutaba de su posición, por supuesto, pero no veía la vida como lo hacían los demás. Para él, las fiestas, las cacerías y las carreras de caballos solo eran una diversión pasajera, y no una forma de vida. Por el contrario, él prefería quedarse en casa con el fuego encendido, con un buen libro y una copa de brandy. Eso, y hacer el amor con su mujer durante horas. Sin embargo... esa última costumbre se daba cada vez menos, ya que, con el tiempo Amanda se había vuelto muy fría y apática en según qué aspectos.
Tras una última sonrisa, Marcus consiguió desembarazarse de una pareja de lores y se alejó hasta el otro lado de la calle. Al sentir que tenía su espacio de nuevo cerró los ojos, se estiró y suspiró profundamente. De pronto, sintió algo chocar contra él y escuchó una maldición. Inconscientemente, Marcus estiró los brazos para evitar que la joven que le había golpeado, cayera.
—¡¿Pero qué demonios?! —Marcus dio un paso hacia atrás, sorprendido, pero no la soltó.
—¡Dios mío! —Rose se llevó las manos a la boca, sorprendida.
Durante unos segundos no dijo nada, pero dejó que su mirada vagara por el hombre con el que acababa de chocar: ojos azules, barba de tres días, alto y con una sonrisa ladeada que hizo que la joven se ruborizara y volviera a la realidad
Eh, vaya. Lo siento mucho, no lo vi.
Marcus soltó a la joven, recogió el bastón del suelo y se apoyó en él.
—¿Se encuentra bien?—preguntó solícito y observó el rostro ruborizado de la muchacha. Se encontró con unos ojos muy bonitos, oscuros y cálidos que en seguida le gustaron.
—Claro. ¿Y usted? —contestó ella precipitadamente, sin pensar en el protocolo y en los modales. Cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer, hizo una mueca de disgusto y volvió a empezar, aunque su tono se volvió un tanto sarcástico—. Quiero decir… sí, me encuentro muy bien, como nunca en mi vida. Gracias por preguntar, señor.
No pudo evitarlo, de ninguna manera. Marcus miró a la joven con curiosidad y con la sombra de una sonrisa dibujada en sus labios. Abrió la boca para decir algo pero, en ese momento, una ráfaga de aire arrancó el sombrerito de manos de su dueña.   
—¡Mierda, mi sombrero! —maldijo Rose e hizo amago de salir corriendo hacia él. Y lo hubiera hecho si Marcus no le hubiera cogido de la muñeca, dejándola tan sorprendida como para que se quedara completamente quieta.
—¡Edward, el sombrero!—ordenó y lo señaló con el bastón mientras se acomodaba la levita.
Después miró a la joven, verdaderamente intrigado. Era la primera vez que escuchaba la palabra “mierda” en labios de una mujer, y había sido una experiencia muy curiosa.
Momentos después, el mayordomo de Marcus se acercó con la prenda, casi en perfectas condiciones. Marcus lo cogió y tras retirar un par de hojas que lo cubrían, se lo tendió.
—Mis más sinceras disculpas, señorita, pero no esperaba verme tan agradablemente asaltado.—Sonrió suavemente y se llevó una mano al borde de su sombrero.
—Disculpas aceptadas, pero yo tampoco esperaba verme asaltada. —contestó ella a su vez y correspondió a su sonrisa. Después devolvió el sombrero a su lugar y se acomodó el velo de gasa sobre su rostro—. ¿Está usted bien?
—Perfectamente. —Marcus sonrió para sí y apoyó ambas manos en el bastón, una sobre la otra—. Solo ha sido un golpe. Creo que sobreviviré a ello—. Su sonrisa se hizo más amplia y, en cierta manera, burlona—. ¿Puedo preguntarle a dónde iba con tanta prisa, señorita…? —Se detuvo y esperó a que ella terminara la frase.
Normalmente Marcus no se interesaba por todas las personas con las que se topaba a lo largo de un domingo. De hecho, era precisamente lo contrario y pasaba por la plaza como un huracán que tenía prisa. Pero en aquella ocasión, su curiosidad se encendió tan deprisa como un reguero pólvora.
—Drescher. Señorita Drescher. —contestó Rose y enarcó una ceja. No podía dejar que una cara bonita la dejara sin habla, así que trató de cambiar las tornas y ser ella la que le dejara sin aliento a él—. ¿Y usted se llama…?
—Marcus Meister. —respondió lentamente y esperó a que ella reconociera su apellido. Al ver que su gesto se oscurecía por la preocupación, sonrió—. Es un placer, señorita Drescher.
Rose hizo una torpe reverencia y también sonrió, pero no con la misma naturalidad que antes. Sus movimientos parecían más forzados, y eso divirtió al duque. A fin de cuentas, seguía siendo la misma persona con la que la joven había chocado.
—Lo mismo digo, milord.
 La frialdad de sus palabras provocó en él un intenso vacío. ¿Por qué siempre ocurría lo mismo? En cuanto mencionaba su título, todo a su alrededor se transformaba. Marcus suspiró, decepcionado y observó a la joven que se incorporaba. No tenía nada de la belleza clásica, pero no podía negar que le parecía muy hermosa. Su pelo rojizo y su piel blanca hacían una combinación inusual y atractiva. Incluso la sinceridad de sus ojos le parecía interesante.
—¿Ha dicho Drescher? ¿Cómo el escritor?— preguntó, con curiosidad. Recordaba haber leído alguna de sus obras, pero no que tuviera una hija.
—Exactamente como él, milord. De hecho, es mi padre. —Sonrió brevemente, como había ensayado tantos tantas veces, pero tuvo que contenerse para no fruncir el ceño.
Rose adoraba a su padre y todo lo que él hacía, pero odiaba que la gente solo la conociera por él. Desde que se marcharon de Holanda, Rose pasó de ser “Rosalyn Drescher” a “la hija del señor Drescher”. Como si se tratara de una mascota o algo peor.
—Perdone mi ignorancia, pero no sabía que Vandor Drescher tuviera una hija.
La joven chasqueó la lengua, molesta, y tomó aire para relajarse. Aquel momento no era el ideal para dejar salir todos sus demonios.
—Poca gente lo sabe, milord. —contestó y trató de sonreír con amabilidad. Mentalmente repasó todas las normas de la buena cortesía para no parecer descortés—. Así que no se preocupe, es perfectamente normal que no me conozca.
Marcus sonrió de medio lado, divertido. Aquella mujer no tenía pelos en la lengua, y parecía no tener problemas para decir lo que pensaba. Era fascinante y extrañamente atrayente. En ese momento, el repiqueteo de las campanas de la iglesia le hizo reaccionar y salir de su ensoñación.
—Vaya, creo que estoy siendo muy maleducado, señorita Drescher. Si mal no recuerdo, usted tenía prisa por ir a algún lado, y yo la estoy entreteniendo. —dijo, no sin pesar, y sacó un reloj de plata de uno de los bolsillos del chaleco. Cuando vio la hora, suspiró—. Y ahora que lo pienso, yo también debería irme…—murmuró y miró a los lados de la calle, buscando a alguien. Su gesto se relajó al ver que una mujer, rubia y muy hermosa, se acercaba.
—Marcus, creí que te habías perdido otra vez entre los libros. —protestó la mujer y miró a su marido con reprobación—. Edward me ha dicho que has comprado otro mueble…, por favor, dime que es una broma.
A modo de contestación Marcus suspiró, puso los ojos en blanco y carraspeó. Amanda enarcó una ceja y fijó su mirada en Rose, que aún no se había movido de donde estaba.
—¿Con quién hablas, querido?—preguntó, esta vez de manera encantadora. A su espalda, Marcus contuvo un bufido y se adelantó para hacer las presentaciones.
—Ella es la señorita Drescher.
Amanda miró a la joven de abajo arriba durante unos momentos, hasta que se encontró con sus ojos, cargados de frialdad. Sorprendida, parpadeó rápidamente y sonrió con aparente amabilidad.
—¿Drescher? ¿Cómo el escritor? 
—Exactamente, milady. Vandor Drescher es mi padre. —contestó Rose y le devolvió la sonrisa.
—Entiendo. 
Marcus carraspeó suavemente y miró a su mujer.
—Señorita Drescher, ella es lady Meister. —Sonrió brevemente, solo para Rose—. Mi adorable mujer.
Tal y como rezaban las costumbres, Rose hizo una discreta reverencia y continuó sonriendo de manera forzada. En su vida había visto tanta falsedad junta, y no podía decir que se sintiera cómoda. De hecho, casi sentía repugnancia, no solo por ellos, sino también por ella misma.
—Un placer. —contestó, más por el hecho de ser educada que porque sintiera alegría al verla.
—Creo que tenemos alguna obra de su padre en casa. —Amanda sonrió con ligereza y miró a Marcus de reojo—. Son los libros que Marcus lee cuando se fuga de sus compromisos sociales.
—Amanda…—advirtió el duque con voz suave pero firme.
—Marcus, reconoce que tengo razón. Siempre que entro al estudio estás rodeado de libros o de alguno de tus condenados mapas. —Amanda miró a Rose, exasperada—. Ya no sé qué hacer con él. No consigo que se quede en mis reuniones más del tiempo estrictamente necesario.
Tras escuchar las críticas de la duquesa acerca de los libros y los mapas que tanto gustaban a la joven, Rose dejó escapar un bufido incrédulo, que disimuló rápidamente con una tos.
—Sí, menudo horror. —contestó con ironía y miró a Marcus, que le sonreía gratamente sorprendido.
Amanda miró a Rose con frialdad, consciente de la complicidad que tenía con su marido, pero continuó sonriendo.
—Pero se me ocurre una manera perfecta para que te quedes en la reunión del sábado. ¿Qué te parecería invitar a la señorita Drescher y a su padre?
Rose abrió mucho los ojos, sorprendida.
—Yo…
—Es una estupenda idea, Amanda. Creo que la mejor del día. —Marcus sonrió a su mujer y luego desvió la mirada a Rose—. Sería un honor que nos acompañara el sábado, señorita Drescher. —Será un placer acudir a su reunión, lady Meister. Aún no puedo confirmarle nuestra asistencia ya que…—Miró a Marcus de reojo y esbozó una sonrisa traviesa—. …como milord puede saber, mi padre es una persona horriblemente ocupada. Pero estoy segura de que aceptará, una invitación como ésta no se recibe todos los días.
Amanda aplaudió suavemente, y esbozó una amplia sonrisa.
—Perfecto, entonces.
—Mandaremos las invitaciones esta semana.—Marcus sonrió a la joven, claramente animado ante la idea de charlar con alguien que fuera tan afín a él—. Si su padre no puede asistir bastará con que la decline. Pero al menos me gustaría contar con su presencia, señorita Drescher.
La joven sonrió, complacida ante el hecho de que él prefiriera su compañía a la de su padre. Una oleada de felicidad y agradecimiento recorrió su espina dorsal y se acomodó en su pecho.
—Será un placer asistir si el tiempo me lo permite, milord. Pero ahora… —Rose miró al inmenso reloj de la plaza, preocupada—. Creo que debería marcharme. Mi nodriza estará buscándome y no creo que esté de especial buen humor, así que si me disculpan… —Rose hizo una reverencia a modo de despedida y se alejó caminando hasta  estar fuera de su vista.

Después, se giró y salió corriendo, ya que sabía que llegaba tarde. La hora de paseo de su padre  terminaba en unos minutos, y ella… estaba muy lejos de casa.


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