martes, 24 de julio de 2018

The rain (Serie)

The rain 



Seis años después de que un virus terrible arrastrado por la lluvia aniquilase casi a todos los humanos en Escandinavia dos hermanos daneses, Simone y Rasmus, emergen de la seguridad de su búnker para encontrar los restos de la civilización caída. Pronto se unen a un grupo de supervivientes jóvenes y juntos se embarcan en una aventura llena de peligros a través de la Escandinavia abandonada, en busca de cualquier señal de vida. Liberados de su pasado colectivo y de las reglas sociales, el grupo tiene la libertad de ser quien quiere ser. En su lucha por la supervivencia, descubren que incluso en un mundo post-apocalíptico todavía hay amor, celos, madurez y muchos de los problemas que creían haber dejado atrás con la desaparición del mundo que conocieron.

Mi opinión:

¡Sí, he vuelto a las series! Y no podía empezar de mejor manera que con The rain, una serie corta de Netflix que me ha servido para darme cuenta de que sí, el género post apocalíptico está de moda. (Guiño guiño, patada patada).
Es cierto que vi la serie hace ya tiempo, pero como he estado cojonudamente ocupada... pues no había podido hablar de ella. ¡Hasta ahora! Así que bueno, vamos con los puntos que nos interesan (porque si no voy a enrollarme a hablar de otras cosas).

¿De qué va la serie? Bien, The rain es la historia de cómo un virus ubicado en la lluvia provoca un rápido apocalipsis. El virus provoca una grave reacción alérgica (con una sola gota de agua, ¿vale? Así que a todos los que les pilla la lluvia están muy jodidos) que acaba con la muerte. Aparentemente nadie sabe de dónde ha salido el virus... excepto sus creadores, que se apresuran a salvar a sus familias. Es así como conocemos a Simone y Rasmus, dos niños que son encerrados en un búnker para ponerlos a salvo. Junto a ellos va también su madre y su padre, aunque este último (que es uno de los creadores del virus) decide dejarles allí para ir a tratar de solucionar el embrollo (aunque está la cosa jodida, porque apenas va a sobrevivir gente).

¿Cuál es el problema? Veamos... tenemos dos niños pequeños metidos en un búnker, uno de ellos muy activo, que sumado a una madre cansada y agobiada por los acontecimientos... resulta en una apertura de puertas indebida, un ataque de un hombre desesperado y una muerte horrorosa y rápida. El caso es que, al final, son solo Simone y Rasmus los que se quedan en el búnker... durante ocho largos años. O lo que es lo mismo, hasta que se quedan sin nada de comer (y todo esto mientras esperan a que su padre, el que prometió regresar, vuelva). 
Llegada a esta situación, se ven obligados a salir del búnker... y así descubrir todo lo que ha pasado durante ese tiempo: han acordonado una gran zona, llamada zona cero (en la que ellos están metidos) y de la cual no pueden moverse. La lluvia sigue siendo peligrosa, pero corre el rumor de que existe una cura tras las fronteras establecidas y que algunos de los que han sobrevivido son inmunes al virus.  

¿Y cómo saben todo esto? Pues porque nada más salir (casualidades de la vida) se topan con uno de estos grupos de supervivientes. Me hizo mucha gracia que fueran todos casi adolescentes, pero supongo que la historia no tendría tanto juego si fuera de otra manera. En general, como podéis suponer, las tramas de celos, amor y autodescubrimiento, se entremezclan con enfrentamientos, disputas y una continua búsqueda de sustento. 

El final, muy abierto, nos deja con muy buen sabor de boca... aunque es más que evidente que va a haber una segunda temporada.



¿Qué puedo decir de los personajes? En realidad no hay muchos personajes de los que hablar, ya que al ser algo post apocalíptico merma mucho el juego de personajes. Aun así, sí que puedo hacer una clara mención a Rasmus, clara base de la serie, que interpreta un papel muy curioso y, en mi opinión, complicado: un niño, convertido en adulto, que lleva ocho años sin ver la luz del sol... ni a nadie que no sea su hermana. Podríamos decir que ambos hermanos son dos polos opuestos: mientras Simone es realista y prudente, Rasmus es alocado y soñador, lo que le lleva a cometer muchos errores que pondrán en peligro al grupo. 
Respecto a los personajes secundarios, me gustó especialmente cómo se trata el tema de la amistad entre ellos, porque no es una amistad férrea, si no condicionada por la situación. (Hay un capítulo, de hecho, que se ve muy reflejada esto que digo). 

Algo que me ha gustado especialmente de la serie ha sido la fotografía. Aunque las muertes no han sido todo lo visceral que debían, me quito el sombrero ante los paisajes, absolutamente ideales. Incluso la caracterización de los edificios me pareció genial.

En definitiva, una serie corta y entretenida, que puede agradar a los seguidores del mundo apocalíptico. 


sábado, 21 de julio de 2018

¿Qué es Planeta Dónald? Entrevista a Adolfina García (Celsius 232)

¿Qué es Planeta Dónald?






El primer contacto de la humanidad con una especie extraterrestre se produjo en un momento en el que el planeta se encontraba agostado y contaminado, y la población, diezmada y debilitada por los efectos de una guerra mundial. En esas circunstancias, la aplastante superioridad tecnológica de los invasores les llevó a la colonización del planeta.

Han pasado 156 años y los dónald gobiernan el planeta con una dictadura paternalista, que coarta algunas libertades, pero permite que los humanos lleven vidas tranquilas y confortables. Sin embargo, todo va a cambiar por la irrupción de un grupo extremista y el descubrimiento de una amenaza de origen desconocido que se cierne sobre el planeta.

En esta sociedad mestiza en transformación deambulan varios personajes: Connie, una mujer con fobia social experta en cinematografía arcaica; Max, un adolescente que se involucra en el activismo antidónald; Vidar, un ermitaño que vive en los bosques de Oslo; Jim, un alcohólico atormentado por la muerte de su hijo; Pilar, profesora en la reserva de Iberia, y un dónald, Alper, sobre cuyos hombros pesa la responsabilidad de llevar las riendas del continente más poblado del mundo: Europa.

Hoy conocemos a... Adolfina García 





Bueno, esta ha sido mi primera entrevista oral, así que espero que os guste... ¡y que me pidáis más! Haré todo lo posible para contactar con más autores. 

¿Dónde comprar el libro?


Podéis comprarlo en la web de la editorial. ¡Justo aquí

jueves, 19 de julio de 2018

El último soñador (Primer capítulo)



¡Hola a tod@s!

Sé que nunca se me ha dado bien esto de la publicidad, pero estoy haciendo un esfuerzo enorme para que El último soñador llegue un poco a todas partes. Me he dado cuenta de que os asusta un poco enfrentaros a la novela, así que... os voy a dejar el prólogo y el primer capítulo para que os animéis a remover sus entresijos :D



Siempre había sido un alma solitaria y melancólica. Siempre, pues su esencia era tan sombría y oscura como la noche que lo arropaba, que lo acunaba cada segundo, cada minuto de existencia…
Pero, ¿de qué existencia hablaba? ¿Acaso aún podía pensar en ella como algo que existía? ¿Cómo algo tangible? ¿Cómo algo de lo que podía disfrutar?
No… claro que no. Su paso por aquel mundo estaba llegando a su fin, tras milenios acariciando la vida. Lo sentía en cada latido, en cada exhalación, en cada estremecimiento de su cuerpo.
Se moría.
Dejaba de existir.
Lo dejaba todo… absolutamente todo. Cualquier cosa que en algún momento le hubiera importado, por diminuto que fuera, iba a quedarse allí, arrasado por el olvido y por los que le seguían. Y eran tantos ahora… una muchedumbre enloquecida que ya no era capaz de sentir nada, por brutal que fuera.
Ni siquiera le sentían a él, que había sido el pilar de la vida durante tanto tiempo.
Búho aspiró con fuerza y se dejó caer de rodillas. El polvo blanquecino que se levantó impregnó su ropa, deshecha, rota, hecha jirones. Inservible.
<<Inservible…>>
Aquella diminuta palabra, cuyo eco resonó en cada rincón del templo, se clavó en su alma con una fuerza inhumana, que le hizo boquear y llevarse las manos al corazón.  Lo sintió latir una vez, y luego otra, pero había tan poca vida en esos latidos que supo que, posiblemente, aquel sería su último día.
¿De verdad iba a morir de aquella manera? ¿Solo? ¿Abandonado? ¿Olvidado por todos?
¿Iba a dejar el mundo con esa facilidad, después de todo lo que les había entregado a ellos?
—Ingratos… malditos ingratos —susurró, y cuando lo hizo, cuando dejó escapar su voz, lamentó la acritud con se despedían de él. Y cerró los ojos con fuerza, negándose a ver cómo las palabras huían con el viento—. Lo siento… lo siento tantísimo.
Verdaderamente sentía abandonarles a todos en aquella tesitura. Sentía la culpa acuchillándole el alma, el espíritu, el corazón… todo lo que aún seguía vivo en él, aunque fuera durante tan poco tiempo.
Búho boqueó al sentir el frío rodeándole y aunque se estremeció con fuerza, agradeció la caricia. Incluso levantó la mano, pálida y temblorosa, para sentir aún más las ráfagas que, de vez en cuando, atravesaban el velo que lo separaba de la realidad y del mundo. La fría brisa sacudió sus ropajes, y después trepó por sus hombros, hábil y dulcemente. Acunó sus mejillas y besó sus labios con una delicadeza abrumadora, con una ternura apenas existente en las capas del mundo.
Y él sonrió, como solo él hacía. Abrió los ojos, de colores distintos, y permitió que el aire hundiera los dedos en su pelo plateado.
—¿Vienes a despedirte? —preguntó con dulzura, mientras se estremecía con fuerza.
No escuchó respuesta alguna, pero sintió en algún punto de su cuerpo que no era así. Aunque parecía increíble dadas las circunstancias, su vieja compañera de fatigas no traía consigo palabras de consuelo, ni frases que le ayudaran a cerrar los ojos por última vez.
Entonces, ¿qué hacía allí, tan lejos de todo?
Espoleado por la curiosidad latente que conformaba su ser, se levantó, aunque eso mermó sus energías aún más. Arrastró los pies por encima del polvo, por encima de su propia melancolía y siguió la estela brillante del viento durante un tiempo que no midió y que no sintió, pues a esas altura apenas podía discernir qué era dolor y qué no. Qué era vida y qué no. Quién era él y quién no…
Y cuando sus divagaciones rozaron la no existencia, la brisa se detuvo. Y Búho lo hizo con ella.
—¿Dónde estamos? —preguntó, con la voz ronca y desgastada, usando en esa frase timbres que ya nunca pensó que escucharía.
Se encontraba muy lejos del templo donde había vivido, y muy lejos de cualquier punto que le resultara mínimamente familiar. Sin embargo, había algo en el ambiente, algo oculto entre las motas de polvo que le reconfortaba el corazón. Era apenas un vestigio de un aroma, de una delicada fragancia… un mero destello de vida.
Búho parpadeó y escudriñó la planicie cubierta de niebla desgarrada y fría. A su alrededor solo había sombras oscuras, y pensó, espoleado por las últimos coletazos de existencia, que desaparecería sin sentir un ápice de luz.
Pero se equivocaba.
Claro que se equivocaba.
Pues entre la niebla y el frío, entre la soledad y la melancolía, tras el silencio y la bruma… había luz. Y había vida.
Y por encima de todo, ella, la única que quedaba: la última esperanza del mundo.









El grito desgarrador que sintió arrasar su garganta resonó por las paredes, llenando de ecos la pequeña habitación. Incluso cuando Nadia despertó y se incorporó de la cama, jadeante, pudo escuchar su propia voz perdiéndose en cada rincón.
De inmediato el sudor frío que resbalaba por su espalda la hizo tiritar. Sus dientes castañearon de manera estrepitosa, originando una melodía desafinada que hirió sus oídos, así que se forzó a apretar los dientes.
Estaba sola, evidentemente, aunque en el sueño que acababa de tener no lo parecía. Recordó, mientras se frotaba los brazos con fuerza, alguno de los detalles, aunque estos se difuminaron en la cruda realidad poco después. Solo quedó en su memoria los ojos de aquella criatura: uno dorado intenso y otro azul, tan azul que parecía translúcido… casi de cristal.
Volvió a estremecerse de frío, así que se levantó renqueante y se acomodó cerca de la pequeña estufa de gas. En cuanto la encendió sintió la cálida caricia del aire que expulsaba, así que alargó las manos hasta casi quemarse la yema de los dedos.
El silencio volvió a asentarse en la comodidad de la habitación, roto solo por el suave zumbido intermitente del aparato, aunque a ella le daba la sensación de que este era intenso y crudo, y que despertaría a todos los demás.
Después recordó que había gritado y que posiblemente alguno de sus compañeros la hubiera oído. ¿Y si era así…? ¿Y si habían avisado a Quemada? El pánico que sintió al imaginar la situación hizo que se levantara y apagara a toda prisa la estufa. Después volvió a la cama, temblando de frío y temor. Y cuando los minutos pasaron y nadie vino a por ella, sintió asco. Asco hacia sí misma y hacia su terror. Asco hacia su impuesta soledad.
Asco. Siempre asco.
Nadia contuvo las náuseas que estremecían su cuerpo y apretó los puños alrededor de las sábanas hasta que la angustiosa sensación desapareció. Después relajó las manos, suspiró profundamente y clavó sus ojos oscuros en la ventana. Vio a través del cristal la nieve, blanca y joven, que acababa de empezar a caer.
Y aunque no sentía ninguna alegría, sonrió, porque su cuerpo se lo pedía, se lo suplicaba.
—Es la primera sonrisa que veo en tus labios, criatura. ¿Cómo es posible que sea así? Tienes ante ti un magnífico espectáculo que... —Se detuvo y sonrió, pero no añadió nada más. Ni siquiera un breve suspiro o un gesto conciliador.
Nadia escuchó la voz de Búho como si  esta perteneciera a otro mundo: lejana, discordante, desafinada, incluso. No llegaba a ser desagradable, pero desentonaba bruscamente con todos los demás sonidos... o con el propio silencio. Y en aquellos momentos, cuando todo estaba silente y aparentemente tranquilo, su voz tuvo el mismo efecto que una alarma antiaérea: rebotó en cada pared e hizo vibrar el vaso de plástico que había sobre la mesilla, y después, cuando alcanzó a Nadia y la acarició, esta se tapó los oídos, como si aquella voz masculina le hiciera daño.  Después apretó los labios con fuerza y cerró los ojos, aunque él sabía que ya le había visto.
—Muchacha...
La joven gimió de terror, de miedo, de pánico. Todo junto y a la vez, como si él fuera la esencia de su turbación... y no alguien que deseaba ayudarla. ¿O era ella quien tenía que ayudarle a él? ¿Qué hacía allí, en verdad?
La idea de que se equivocaba navegó por las brumas de su pensamiento hasta que desapareció, ahogado por otros muchos. Sacudió la cabeza para despejarse, se estremeció de frío y volvió a mirar a la joven: seguía inmóvil, murmurando cosas que él no comprendía. Lo único que entendió al verla fue su miedo hacia él: visceral y profundo. Salvaje.
Y aunque estaba familiarizado con esa clase de sentimientos, le escoció que fuera ella la que los sostuviera con tanta fuerza. Precisamente ella, que le había salvado la vida... aunque aún no fuera consciente de ello.
La miró una última vez desde las sombras que se extendían por toda la habitación. Vio su pelo oscuro, sus mejillas pálidas, sus manos pequeñas e inocentes. Fue entonces cuando decidió que no la abandonaría, aunque tuviera que dejarla por ahora.
Búho no se despidió de Nadia.
Y Nadia no fue consciente de que Búho se había ido hasta mucho después, cuando los pájaros cantaron bajo el sol de de un nevado amanecer.

***

Siete días.
Llevaba siete días exactos teniendo la misma pesadilla. Daba igual lo que hiciera para evitarlo, el caso es que siempre terminaba soñando con él. Al principio el sueño era plácido y cálido, lleno de luz y de una música tan característica como extraña, que estaba segura de poder reconocerla en cualquier parte. Pero luego, a medida que ella avanzaba a través de las columnas, todo se ennegrecía, se oscurecía, desaparecía. Y el ambiente tranquilo del que había disfrutado se tornaba en algo mucho más siniestro.
Nadia se estremeció con fuerza cuando recordó el preciso momento en el que escuchó el grito. Siempre ocurría en el mismo momento, poco después de cruzar un arco de piedra grisácea. Apenas daba un par de pasos hacia delante, hacia la negrura, cuando él salía de ella: un joven delgado, con los ojos de dos colores y melena larga, plateada... que la miraba con una intensidad brutal y desgarradora. Solo entonces, ocurría; el grito resonaba por todo el sueño —la pesadilla ahora—, y agrietaba el mundo con fuerza, derrumbándolo a su alrededor.
Se despertaba justo en ese instante... o eso creía. Porque tras cada grito y tras cada <<despertar>> volvía a descubrir al joven de los ojos extraños. Daba igual donde durmiera o donde estuviera, porque cada vez que abría los ojos le veía frente a ella. Y le escuchaba hablar. En realidad nunca se había parado a intentar entender sus palabras, porque el miedo podía con ella... lo cual era cómico, pues a sus diecinueve años no debería tenerle miedo a la oscuridad. Pero así era. Y llevaba ocurriendo siete largas noches. No era de extrañar que apenas tuviera fuerzas para nada; ni para su día a día ni para emprender el viaje.
El viaje...
Nadia sacudió la cabeza mientras bajaba las escaleras que llevaban al almacén en el que trabajaba. Contó cuarenta y siete escalones antes de llegar a la puerta de acero y una vez allí, llamó al marcador de brillante latón. Pasaron exactamente nueve minutos hasta que alguien se decidió a abrir la puerta. Nueve minutos en los que su mente aprovechó para recordar sus vagos intentos de realizar <<el viaje>>. Sabía que estaba retrasando demasiado su marcha, pero realmente no se sentía preparada para dejar atrás todo lo que había conocido en esos últimos años.  Habría jurado incluso que allí estaba <<bien>>, si no fuera porque el miedo seguía empapando cada uno de sus actos y ya no sentía la apacibilidad de meses atrás. De hecho, pensó, mientras entraba en el largo recibidor del almacén, ya casi no sentía nada. Salvo el miedo, claro. El miedo la seguía allá donde fuera. Daba igual lo lejos que viajara, en algún momento las cosas se trastocaban y terminaba perdiendo el norte. Entonces el miedo regresaba... y vuelta a empezar; un viaje, un destino, una vida nueva. Ella era de las pocas criaturas vivas que seguían esa rutina, pues no dejaban que la desesperación y el olvido se adueñaran de las pocas acciones que les quedaban. Los demás, en cambio, ya habían sido sometidos por los horarios y el abandono.
—Llegas pronto.
La voz metalizada de Número atravesó la nube de pensamientos en la que estaba inmersa. Inmediatamente después fue consciente de lo que la rodeaba: el polvo negro que impregnaba las estanterías de piedra, el largo pasillo terminado en una minúscula ventana que daba al exterior. La luz artificial de las tres lámparas de techo, que parecían sincronizar sus espantosos parpadeos. Y luego estaban las cajas, apiñadas las unas sobre las otras, llenas de los recuerdos desechados de las personas de la ciudad.
Nadia suspiró profundamente y siguió al hombre que había acudido a buscarla. Número era uno de los que más tiempo llevaba trabajando allí, así que, de alguna manera, se había hecho con el control de los empleados. No era amable, ni desagradable... simplemente era como era, una mezcla de virtudes y defectos de lo más peculiar. Nadie allí había sido capaz de ahondar un poco en su historia, aunque visto lo visto, también podía ser que ya no tuvieran ganas de realizar ni ese esfuerzo.
—Lo siento —contestó ella, con su voz aflautada y suave—. No he dormido bien esta noche.
—¿Y quién duerme bien a estas alturas? A menos que estés completamente consumido, a todos nos cuesta estar bien...
Nadia se estremeció al escuchar la palabra <<consumido>>. Todos los trabajadores del almacén —en realidad todo el mundo— conocían el crudo significado de esa palabra. Todos lo habían visto en algún momento... o lo habían vivido en sus propias carnes. En el caso de Nadia era algo que ocurría muy a menudo, para su desgracia. Todos sus viajes comenzaban cuando alguien a quien ella quería era consumido. Entonces el miedo regresaba y estiraba sus tentáculos hacia ella, dispuesto a alimentarse de la poca cordura que aún conservaba.
Pero aún podía decir que estaba viva... lo que era, con mucho, una auténtica proeza.
—¿Cómo está Victoria? ¿Ha mejorado?
—No. Ya ha pasado por la fase de las lágrimas. De ahí a que se consuma hay poco. Dudo que supere esta noche.
La tristeza golpeó a Nadia con una fuerza tóxica y visceral. Sintió el dolor más angustioso en el centro de su alma, justo donde se alojaba su corazón. Las lágrimas anegaron sus ojos con rapidez y tuvo que contener un gemido dolorido. ¿Por qué el mundo era tan cruel? ¿Por qué trataba así a las criaturas que lo habitaban? ¿Era acaso algún tipo de venganza? Desconocía la respuesta, si es que existía alguna.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y apretó los dientes con fuerza. Después escondió su pesar tras una mueca y se limitó a asentir una y otra vez, como si no le importara que aquella joven desapareciera de su lado.
—¿Puedo ir a verla?
Número se encogió de hombros. Su casi esquelético cuerpo se estremeció y sus ojos, hundidos y negros, se entrecerraron un momento, molestos. Pero no dijo nada mientras se limitaba a recorrer el pasillo.
Nadia, en cambio, echó a correr en dirección contraria. Recorrió a toda prisa los dos pasillos que componían el almacén y abrió una puerta lateral que daba a la sala de las calderas. Aquellos aparatos llevaban años sin usarse, como podía suponerse por la herrumbre que les cubría, pero servían de refugio para quienes no tenían adónde ir.
Victoria era una de esas personas.
Al igual que Nadia, también había huido del olvido y de las sombras que siempre lo acompañaban. Había llegado al almacén unos meses antes, repleta de vida y de buenas palabras. Durante mucho tiempo ella se había encargado de mantener a todos los demás en buen estado, pues su risa y sus ganas de vivir la hacían prácticamente, intocable. Pero poco después apareció Norma, y todo se fue al traste.
El amor que las había unido a ambas había sido intenso e inconmensurable, y gracias a ellas el almacén se había convertido en el refugio ideal para todos aquellos que se rebelaban contra la rutina que consumía al mundo. En aquellas dos mujeres se adivinaba el ansia de vivir, la necesidad pura y dura de seguir adelante; de no dejarse vencer.
Nadia las había considerado heroínas. Porque, ¿quién se atrevía en los tiempos que corrían a rebelarse con tanta fuerza? ¿Cómo eran capaces, simplemente, de ser tan felices cuando las sombras recorrían las calles?
Pero a pesar de su fuerza y de sus ganas de continuar en el mundo, Norma murió de un infarto. Ni siquiera la juventud la salvó de un destino que, pese a ser cruel, era infinitamente mejor que el que sufriría su novia semanas después.
Al morir Norma, todo se había apagado: la felicidad de Victoria, sus ilusiones, las ganas de vivir. Y aunque todos en el almacén —o casi todos— habían tratado de levantarle el ánimo, fueron conscientes poco después de que la desesperación se haría con ella. Daba igual lo que hicieran para devolverle la alegría, porque sabían que ya era tarde. Y como todos los <<consumidos>> anteriores, Victoria empezó a vivir las últimas fases de su existencia como ser propiamente humana: primero dejó de gritar y de lamentarse. Después dejó de suspirar. Olvidó también a Norma y lo que sentía por ella, aunque todos trataban desesperadamente de recordárselo. Perdió la ilusión que siempre la había caracterizado… y empezó a consumirse, rápidamente. Todo lo bueno que conformaba al ser humano empezó a desaparecer de su cuerpo, que poco a poco languidecía.
Y ahora, Nadia sabía que había llegado a la fase de las lágrimas. Casi la última. Tras esa llegaría el momento en el que su alma abandonaría el cuerpo, y dejaría solo una cáscara vacía que seguiría funcionando… pero que no poseería vida, ni nada que se pareciera a ella. Sería solo una marioneta de las sombras que Desesperación y Olvido hacían pulular por la tierra.
No sería nada… ni nadie.
Nadia alcanzó el extremo de la sala de las calderas a tiempo para ver cómo Victoria se convulsionaba debido al llanto desgarrador que la recorría. Sintió que su pena estallaba dolorosamente en su pecho, similar a un mazazo físico. Sus ojos también se llenaron de lágrimas que pronto recorrieron sus mejillas, dejando surcos húmedos en su piel.
—No… por favor, Vic, no... —susurró frenéticamente, mientras se arrodillaba junto a ella. Contempló con horror como la joven no cesaba en su llanto, que cada vez subía más y más de volumen, hasta alcanzar unas notas hirientes y agrias—. Escúchame, estoy aquí… todos estamos aquí —mintió, mientras tiraba de sus manos hacia sí misma. Lo que vio bajo ellas la dejó sin respiración por un momento, pues sus ojos ya casi no tenían vida: se habían apagado a tal velocidad que su dulce color verde estaba teñido de una oscuridad abrumadora—. Vic, por favor…
Pero ella no contestó. Siguió llorando con esa desesperación tan brutal de la que hacía gala.
Nadia también lloró, abrazada a ella. A pesar de que sabía que la joven estaba completamente perdida y que su alma pronto la abandonaría, se resistió a abandonarla en aquel lugar, en aquel momento. La acunó contra su pecho y la meció, como haría una madre con su hija.
Número apareció a su lado poco después, envuelto en un abrigo tres tallas más grande que él. Apoyó la mano en su hombro, carraspeó y se sentó junto a ellas, en completo silencio.
Apenas diez minutos después, Victoria dejó de llorar. Abandonó por completo las lágrimas, la desolación, la vida. Dejó sus recuerdos a un lado, junto a todo aquello que alguna vez le había causado alguna felicidad. Después se levantó del suelo, vacía, vacua, deshabitada de humanidad.
Y bajo la desolada mirada de quienes se habían considerado sus amigos, se marchó para no volver.

***

El dolor que Búho sintió fue incluso peor que el que sintieron Nadia y Número. Fue un golpe brusco, intenso, lleno de una malicia y un pesar sin parangón. Gritó como hacía tiempo que no gritaba, a pesar de que sabía que allí, en aquel rincón oscuro y sombrío, no había nadie que pudiera escucharle.
Aun así lo hizo una y otra vez, hasta que la voz se tornó en un gemido, y ese gemido, en llanto.
Lloró en soledad durante un tiempo que se le antojó infinito e imperecedero. Lloró hasta quedarse sin lágrimas, hasta que el tiempo apaciguó el sordo dolor que le taladraba el pecho. Y aun así este no desapareció del todo, ya que una pérdida así era imposible de olvidar… o de hacer desaparecer. Había perdido a Norma y Victoria. Las había perdido a ambas, cuando pensó que quizá ellas podrían convertirse en sus adalides… en sus mensajeras cuando él ya no estuviera.
Pero la vida tenía otros planes, otros caminos secretos y recónditos que ni siquiera él, con su poder, podía trastocar.
Ahora solo le quedaba ella.
Ella…
Búho levantó la mirada y contempló las piedras grisáceas y negras que tenía alrededor, sin llegar realmente a verlas. Su atormentada mente dibujó a Nadia en las sombras, en el polvo, en el fondo de sus ojos bicolores. En cualquier objeto que existiera ante él.
Recordó las visitas de esos siete días y sonrió a pesar de la desdicha que aún aguijoneaba su cuerpo. Nadia era un pequeño sol en mitad de la negrura que consumía al mundo, aunque ella desconociera por completo esa realidad.
De hecho, pensó, mientras se levantaba penosamente del suelo, él era uno de los pocos que sabía que Nadia podía ayudar a que el mundo se recompusiera. La revelación había sido brusca y para nada esperada, pero agradecía que sus amistades siguieran vivas… y que se preocuparan por él, pues sin ellas su existencia se habría marchitado días antes.
A pesar del agotamiento que Búho cargaba sobre los hombros, se movió en dirección a la llanura que se extendía frente a las columnas del templo. La niebla, desecha y blanca, lamió sus pies descalzos y le hizo temblar de frío. Pero para él esos detalles se habían transformado en nimiedades, pues por encima de las banalidades y de los deseos, había algo más importante. Algo que lo mantenía cuerdo. Que lo mantenía vivo.
Algo indestructible… y que Nadia albergaba bajo capas y capas de miedo.
Un secreto que debía ser compartido… o el mundo moriría.

***

A Nadia le costó volver al trabajo y hacer como si nada hubiera pasado. Número sí lo hizo, con relativa facilidad, así que ella lo imitó cuando las últimas migajas de sus lágrimas se secaron sobre el suelo. Después se levantó, se frotó los brazos para entrar en calor y regresó al almacén, donde atisbó por el rabillo del ojo la inconfundible figura de la que otrora había sido Victoria. Ahora ésta vagaba de un lado a otro, cumpliendo la rutina esclava que había condicionado sus últimos meses de existencia. Y seguiría siendo así durante un tiempo... hasta que la carcasa en la que se había convertido se secara.
Entonces sería pasto de los <<rapiñadores>>  y poco después, cuando la llevaran a la ciudad, pasaría a ser cargo de los <<cremadores>>. A veces, pensó, asqueada, ni siquiera hacía falta que los <<consumidos>> estuvieran secos del todo, pues ellos no tenían ningún tipo de escrúpulo.
La joven se estremeció con fuerza al pensar en ese último destino, cuya mención le resultaba desagradable y vomitiva. Era cierto que los tiempos habían cambiado, y que con el paso de los años la energía se había vuelto difícil de obtener. La electricidad era un lujo que muy pocos podían conseguir, el petróleo ya no existía... la energía solar era prácticamente imposible de conseguir. Ahora el mundo se regía, una vez más, por el vapor y la hulla, aunque en los últimos años la energía química que desprendían los <<consumidos>> al ser quemados era la opción más rentable. Incluso había campos de reclusos donde impulsaban a los seres humanos a abandonarse a la locura... para ser quemados en cuanto los primeros síntomas del proceso de consumición aparecieran.
El mundo se moría. Se despoblaba rápidamente. Se consumía en la miseria que los propios humanos habían desatado sobre su superficie.
¿Y qué hacían ellos para remediarlo?
Nada. Absolutamente nada. El miedo y el cansancio acumulado durante generaciones se lo impedía.
¿Qué les quedaba, entonces, si todo estaba ya casi muerto?
Muchos de los que quedaban habían decidido dejarlo todo de lado, y limitarse a vivir como hubieran hecho si las cosas hubieran sido de otro modo: seguían trabajando y  luchando por conservar lo que les rodeaba, aunque fuera poco y estuviera muy castigado.
Otros, en cambio, se dedicaban a huir de la negrura y buscaban, por encima de todo, una luz que les guiara y que les demostrara que toda su existencia no tenía por qué terminar ahí.
Nadia era una de ellas.
Se había criado en el campo, lejos de la contaminación y del bullicio urbano. Hasta allí no llegaban las sombras de la desdicha, así que durante unos años, fue feliz junto a su madre. En cambio, su padre, el único trabajador de la familia, fue consumido durante su tercer año en la fábrica Maltus, esa que se dedicaba a crear espejos. Por aquel entonces Nadia desconocía por completo la naturaleza de los <<consumidos>>, de hecho, ni siquiera sabía qué eran... pero no tardó en descubrirlo. El mismo día en el que el presidente Holm, de Campamento, se hizo con el poco poder que quedaba en el mundo, Nadia se topó con lo que quedaba de su padre: estaba a pocos metros de la puerta de casa, tendido e inmóvil. Su cuerpo no respondía. Su alma, tampoco.
Y cuando ella gritó, su madre, que ya sabía qué esperar, la apartó delicadamente... y le explicó que el mundo se había vuelto contra los humanos. Que los sentimientos que antes adormecían con medicamentos se habían rebelado, y que ahora tomaban posesión de los cuerpos que habitaban.
Le contó, con palabras cuidadosamente seleccionadas, que tenía que tener cuidado, pues en aquellos momentos aciagos todos eran una presa fácil de la pena, la desesperación y la melancolía más dañina. Y le recordó, con una frágil y dulce sonrisa, que aún no estaba todo perdido, pues quedaban cosas buenas en el mundo.
Nadia creció con esa certeza, aunque cada día que vivía le costaba un poco más encontrar esas <<cosas buenas>>. En sus diecinueve años había encontrado pocas, era cierto, pero las que poseía las conservaba con fervor: un libro de un tal Tolkien, un disco de un grupo cuya portada estaba tan machacada que era imposible leer su nombre, una fotografía de su madre y su padre juntos. Un juguete de cuerda que encontró tirado en la calle, y un dvd que solo había visto una vez, pero que había conmovido su corazón con fuerza.
Cuando su madre murió, dos años antes, de una enfermedad respiratoria, Nadia decidió seguir adelante y no estancarse en ese dolor silente y peligroso que se había acomodado en su alma. Durante días caminó sin rumbo, alejándose de las grandes ciudades y buscando, desesperadamente, a gente como ella, que no hubiera caído en garras de las sombras del mundo.
Y la encontró, por supuesto, pero eso no fue siempre bueno. Descubrió, con cada paso que daba, a los <<rapiñadores>>, a los <<consumidos>>, a los <<cremadores>>. A los meros humanos que luchaban por sobrevivir. Y después, mucho después, encontró a los <<soñadores>>.
Los <<soñadores>> eran unas criaturas maravillosas. Había muy pocos de ellos repartidos por el mundo, pero su mera presencia hacía que el tiempo fuera dulce y pacífico. Eran, en cierto modo, los únicos capaces de curar al mundo: contaban historias de épocas pasadas, imbuían el alma de optimismo, les enseñaban que, a pesar de su poder, las sombras retrocedían ante la luz.
Pero eran tan pocos, y estaban tan solos que, poco a poco, Nadia dejó de encontrarlos. Se aferró, sin embargo, a esa idea de vida, a ese modo atávico de existencia que tan increíble y fascinante le parecía. Otros lo hicieron con ella, en diferentes lugares del mundo. Y tiempo después se encontraron a las afueras de la ciudades o escondidos en pequeños bares, al calor del fuego. Compartían las historias que habían escuchado de otros <<soñadores>> y de esa manera, aunque fueran completamente ignorantes de ello, alargaron su vida y la de quienes los rodeaban.
Hacía meses que Nadia no se topaba con ninguno. Pero ahora que Norma y Victoria no estaban, disponía de un motivo para marcharse y seguir buscando.
—Te vas a marchar ¿verdad?
La voz de Número impactó en su mente y disolvió la nube de oscuridad que se había formado en su cabeza. Levantó la mirada, clavó sus ojos de chocolate en los negros de él, y asintió, con una triste sonrisa.
—Aquí ya no hay nada que me ate —contestó—. Si sigo en el almacén... llegará un momento en el que no salga. Y no estoy dispuesta a pasar por eso. Otros quizá sí... pero yo no. Claro que no. Y tú también deberías marcharte… estás arriesgando mucho quedándote tanto tiempo en un sitio.
Número sonrió a duras penas y después se encogió de hombros, indiferentemente. Él no estaba hecho para los viajes… además, había encontrado en aquel almacén un motivo para seguir adelante hasta que se consumiera o muriera, lo que llegara antes. Pero aunque no lo dijera, admiraba la determinación de su joven empleada.
—Este es mi sitio, Nadia. No puedo dejarlo así como así. Aunque el mundo se esté yendo a la mierda, sigue funcionando… y eso es gracias a los que nos quedamos por aquí, trabajando diligentemente. Quemada es testigo de ello… lleva en el hostal más de treinta años.
—¿Cuarenta años? ¿De veras?
—Sí, así es… lleva trabajando ahí desde antes de la Hecatombe.
—Nadie lo diría —murmuró Nadia en contestación y miró de soslayo a la figura errática de Victoria, que se afanaba en colocar las cajas que acababan de llegar de la ciudad. Al verla sintió una punzada de tristeza en el corazón, pero no se acercó a ella.
—Si vas a marcharte, hazlo después del curro. —Número la miró con aire crítico, pero su gesto se suavizó cuando le puso la mano en el hombro—. Mira entre las cajas, lo mismo encuentras algo que quieras quedarte antes de que se lo lleven para quemarlo.
Nadia sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Unas eran de profunda tristeza, pues dejaba atrás un lugar confortable y querido, otras eran de alegría, pues después de tantos meses volvía al camino. Y otras… otras no tenían nombre, porque resbalaban por sus mejillas antes de saber a qué pertenecían.
Abrazó a Número siguiendo un impulso del corazón, de esos que ya se veían y sentían poco. Lo estrechó entre sus brazos a pesar de apenas conocerse, a pesar de que su relación nunca había avanzando lo suficiente como para normalizar esa clase de gestos.
Pero lo hizo, porque sentía en el fondo de su corazón que era lo más correcto.
—Te veré después —se despidió. Después le dedicó una sonrisa ligera y triste, y se marchó por el pasillo que tenía frente a ella.
El almacén era uno de los grandes tesoros que tenía aquella ciudad. Estaba lleno de cajas y bolsas llenos de recuerdos de otras personas. Había cosas útiles, inútiles, hermosas, rotas, brillantes… algunos de los objetos databan de fechas muy anteriores a la Hecatombe, pero ya no había nadie que valorara esas cosas. Había también ropa, tabaco, linternas sin pilas, palas, escopetas… y un sinfín de herramientas por las que la poca gente que quedaba se peleaba. Lo que nadie quería, o lo que habían olvidado allí, seguía almacenado en esas cajas…y así seguirían hasta que los <<cremadores>> mandaran una patrulla para conseguir objetos que usar de combustible extra.
Nadia cogió la primera caja del estante más bajo y la abrió: el olor a cerrado y a húmedo invadió sus fosas nasales y le recordó, de una manera muy lejana, al sótano en el que había vivido durante tres días, en las cercanías de Londres. En el interior de la caja había dos bolsas pequeñas, un neceser de color azul y amarillo y un montón de pintalabios cerrados. Ignoró el maquillaje y se dedicó a abrir las bolsas: en su interior encontró un pijama,  unas zapatillas deportivas que apartó a un lado y un bote de colonia. En la otra encontró un surtido de camisones que rezumaban olor a viejo y un cepillo de dientes roto, que despachó rápidamente. Ignoró por completo el neceser, y después cerró la caja. Cogió otra mucho más voluminosa, pero tampoco tuvo suerte en ella, pues no encontró nada que conmoviera su corazón… ni que la hiciera falta. Pero no desistió en su empeño y gastó las siete horas siguientes en abrir cajas, bolsas y diferentes maletas.
Para cuando terminó, todo estaba oscuro y silencioso, y solo quedaban unos pocos en el almacén: la inexistente Victoria, que rondaba penosamente por el pasillo, Número, que comprobaba que todo estaba en su lugar… y ella. Los demás se habían marchado a sus hogares, o al lugar en el que estuvieran durmiendo en esos momentos.
—¿Has encontrado algo interesante?
Nadia alzó la cabeza y movió el cuello hacia los lados para aliviar la tensión que se había acumulado en sus cervicales. Después cogió una enorme mochila que había encontrado y sonrió mientras la acercaba.
—Había cosas realmente maravillosas ahí dentro. Es una lástima que tantas cosas útiles terminen en los hornos —contestó, mientras acomodaba la mochila en el suelo y sacaba los tesoros que había decidido adoptar.
—Los hornos mantienen con vida a las ciudades —respondió Número, aunque sabía a ciencia cierta que no era así—. Y para que los hornos funcionen necesitan combustible.
Nadie puso los ojos en blanco al escucharle. Lo que acaba de decir era otra de las grandes mentiras que pululaban por aquel mundo casi extinguido: que los hornos los protegerían a todos. Si bien era cierto que en un principio había sido así, con el transcurso del tiempo cambió radicalmente su uso: la falta de combustible obligó al ejército a reducir las zonas iluminas con fuego puro —lo que evitaba que las dañinas sombras entraran y les infectara con el virus— y, por tanto, a reducir el flujo de gente que entraba en aquellos anhelados santuarios. Al principio, cuando ella era niña, existían calendarios zonales que permitían entrar a la zona protegida de manera gradual, pero que nunca llegaron a buen puerto. La desesperación de los que no vivían a la luz y el calor de los hornos provocó que hubiera auténticos conflictos que terminaron con el cierre absoluto de las fronteras.
Ahora solo unos pocos elegidos vivían en el círculo protector de los hornos… y se dedicaban a explotar a los que vivían fuera, porque sin su trabajo se acabaría el combustible.
—Sabes que nunca nos dejarán entrar en los hornos, ¿verdad?
Número se encogió de hombros y cerró la libreta que tenía entre las manos.
—En algún momento tienen que reproducirse si no quieren extinguirse ¿no crees?
La joven rio ante su respuesta pero de sobra sabía que su esperanza estaba completamente rota. Nadie en su sano juicio saldría de los hornos para buscar pareja, y menos en los tiempos que corrían.
—Tienes razón —admitió ella, con una sonrisa cómplice y serena—. Ya no nos quedan lágrimas que derramar ¿verdad?
Número asintió, sin sonreír.


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