¡Hola a tod@s!
Sé que nunca se me ha dado bien esto de la publicidad, pero estoy haciendo un esfuerzo enorme para que El último soñador llegue un poco a todas partes. Me he dado cuenta de que os asusta un poco enfrentaros a la novela, así que... os voy a dejar el prólogo y el primer capítulo para que os animéis a remover sus entresijos :D
Siempre había sido un alma solitaria y melancólica.
Siempre, pues su esencia era tan sombría y oscura como la noche que lo
arropaba, que lo acunaba cada segundo, cada minuto de existencia…
Pero, ¿de qué existencia hablaba? ¿Acaso aún podía pensar
en ella como algo que existía? ¿Cómo algo tangible? ¿Cómo algo de lo que podía
disfrutar?
No… claro que no. Su paso por aquel mundo estaba llegando
a su fin, tras milenios acariciando la vida. Lo sentía en cada latido, en cada
exhalación, en cada estremecimiento de su cuerpo.
Se moría.
Dejaba de existir.
Lo dejaba todo… absolutamente todo. Cualquier cosa que en
algún momento le hubiera importado, por diminuto que fuera, iba a quedarse
allí, arrasado por el olvido y por los que le seguían. Y eran tantos ahora… una
muchedumbre enloquecida que ya no era capaz de sentir nada, por brutal que
fuera.
Ni siquiera le sentían a él, que había sido el pilar de
la vida durante tanto tiempo.
Búho aspiró con fuerza y se dejó caer de rodillas. El
polvo blanquecino que se levantó impregnó su ropa, deshecha, rota, hecha
jirones. Inservible.
<<Inservible…>>
Aquella diminuta palabra, cuyo eco resonó en cada rincón
del templo, se clavó en su alma con una fuerza inhumana, que le hizo boquear y
llevarse las manos al corazón. Lo sintió
latir una vez, y luego otra, pero había tan poca vida en esos latidos que supo
que, posiblemente, aquel sería su último día.
¿De verdad iba a morir de aquella manera? ¿Solo?
¿Abandonado? ¿Olvidado por todos?
¿Iba a dejar el mundo con esa facilidad, después de todo
lo que les había entregado a ellos?
—Ingratos… malditos ingratos —susurró, y cuando lo hizo,
cuando dejó escapar su voz, lamentó la acritud con se despedían de él. Y cerró
los ojos con fuerza, negándose a ver cómo las palabras huían con el viento—. Lo
siento… lo siento tantísimo.
Verdaderamente sentía abandonarles a todos en aquella
tesitura. Sentía la culpa acuchillándole el alma, el espíritu, el corazón… todo
lo que aún seguía vivo en él, aunque fuera durante tan poco tiempo.
Búho boqueó al sentir el frío rodeándole y aunque se
estremeció con fuerza, agradeció la caricia. Incluso levantó la mano, pálida y
temblorosa, para sentir aún más las ráfagas que, de vez en cuando, atravesaban
el velo que lo separaba de la realidad y del mundo. La fría brisa sacudió sus
ropajes, y después trepó por sus hombros, hábil y dulcemente. Acunó sus
mejillas y besó sus labios con una delicadeza abrumadora, con una ternura
apenas existente en las capas del mundo.
Y él sonrió, como solo él hacía. Abrió los ojos, de
colores distintos, y permitió que el aire hundiera los dedos en su pelo
plateado.
—¿Vienes a despedirte? —preguntó con dulzura, mientras se
estremecía con fuerza.
No escuchó respuesta alguna, pero sintió en algún punto
de su cuerpo que no era así. Aunque parecía increíble dadas las circunstancias,
su vieja compañera de fatigas no traía consigo palabras de consuelo, ni frases que
le ayudaran a cerrar los ojos por última vez.
Entonces, ¿qué hacía allí, tan lejos de todo?
Espoleado por la curiosidad latente que conformaba su
ser, se levantó, aunque eso mermó sus energías aún más. Arrastró los pies por
encima del polvo, por encima de su propia melancolía y siguió la estela
brillante del viento durante un tiempo que no midió y que no sintió, pues a
esas altura apenas podía discernir qué era dolor y qué no. Qué era vida y qué
no. Quién era él y quién no…
Y cuando sus divagaciones rozaron la no existencia, la
brisa se detuvo. Y Búho lo hizo con ella.
—¿Dónde estamos? —preguntó, con la voz ronca y
desgastada, usando en esa frase timbres que ya nunca pensó que escucharía.
Se encontraba muy lejos del templo donde había vivido, y
muy lejos de cualquier punto que le resultara mínimamente familiar. Sin
embargo, había algo en el ambiente, algo oculto entre las motas de polvo que le
reconfortaba el corazón. Era apenas un vestigio de un aroma, de una delicada
fragancia… un mero destello de vida.
Búho parpadeó y escudriñó la planicie cubierta de niebla
desgarrada y fría. A su alrededor solo había sombras oscuras, y pensó,
espoleado por las últimos coletazos de existencia, que desaparecería sin sentir
un ápice de luz.
Pero se equivocaba.
Claro que se equivocaba.
Pues entre la niebla y el frío, entre la soledad y la
melancolía, tras el silencio y la bruma… había luz. Y había vida.
Y por encima de todo, ella, la única que quedaba: la
última esperanza del mundo.
El grito desgarrador que sintió arrasar su garganta
resonó por las paredes, llenando de ecos la pequeña habitación. Incluso cuando
Nadia despertó y se incorporó de la cama, jadeante, pudo escuchar su propia voz
perdiéndose en cada rincón.
De inmediato el sudor frío que resbalaba por su espalda
la hizo tiritar. Sus dientes castañearon de manera estrepitosa, originando una
melodía desafinada que hirió sus oídos, así que se forzó a apretar los dientes.
Estaba sola, evidentemente, aunque en el sueño que
acababa de tener no lo parecía. Recordó, mientras se frotaba los brazos con
fuerza, alguno de los detalles, aunque estos se difuminaron en la cruda
realidad poco después. Solo quedó en su memoria los ojos de aquella criatura:
uno dorado intenso y otro azul, tan azul que parecía translúcido… casi de
cristal.
Volvió a estremecerse de frío, así que se levantó
renqueante y se acomodó cerca de la pequeña estufa de gas. En cuanto la
encendió sintió la cálida caricia del aire que expulsaba, así que alargó las
manos hasta casi quemarse la yema de los dedos.
El silencio volvió a asentarse en la comodidad de la
habitación, roto solo por el suave zumbido intermitente del aparato, aunque a
ella le daba la sensación de que este era intenso y crudo, y que despertaría a
todos los demás.
Después recordó que había gritado y que posiblemente alguno
de sus compañeros la hubiera oído. ¿Y si era así…? ¿Y si habían avisado a
Quemada? El pánico que sintió al imaginar la situación hizo que se levantara y apagara
a toda prisa la estufa. Después volvió a la cama, temblando de frío y temor. Y
cuando los minutos pasaron y nadie vino a por ella, sintió asco. Asco hacia sí
misma y hacia su terror. Asco hacia su impuesta soledad.
Asco. Siempre asco.
Nadia contuvo las náuseas que estremecían su cuerpo y
apretó los puños alrededor de las sábanas hasta que la angustiosa sensación
desapareció. Después relajó las manos, suspiró profundamente y clavó sus ojos
oscuros en la ventana. Vio a través del cristal la nieve, blanca y joven, que
acababa de empezar a caer.
Y aunque no sentía ninguna alegría, sonrió, porque su
cuerpo se lo pedía, se lo suplicaba.
—Es la primera sonrisa que veo en tus labios, criatura.
¿Cómo es posible que sea así? Tienes ante ti un magnífico espectáculo que...
—Se detuvo y sonrió, pero no añadió nada más. Ni siquiera un breve suspiro o un
gesto conciliador.
Nadia escuchó la voz de Búho como si esta perteneciera a otro mundo: lejana,
discordante, desafinada, incluso. No llegaba a ser desagradable, pero
desentonaba bruscamente con todos los demás sonidos... o con el propio
silencio. Y en aquellos momentos, cuando todo estaba silente y aparentemente
tranquilo, su voz tuvo el mismo efecto que una alarma antiaérea: rebotó en cada
pared e hizo vibrar el vaso de plástico que había sobre la mesilla, y después,
cuando alcanzó a Nadia y la acarició, esta se tapó los oídos, como si aquella
voz masculina le hiciera daño. Después
apretó los labios con fuerza y cerró los ojos, aunque él sabía que ya le había
visto.
—Muchacha...
La joven gimió de terror, de miedo, de pánico. Todo junto
y a la vez, como si él fuera la esencia de su turbación... y no alguien que
deseaba ayudarla. ¿O era ella quien tenía que ayudarle a él? ¿Qué hacía allí, en
verdad?
La idea de que se equivocaba navegó por las brumas de su
pensamiento hasta que desapareció, ahogado por otros muchos. Sacudió la cabeza
para despejarse, se estremeció de frío y volvió a mirar a la joven: seguía
inmóvil, murmurando cosas que él no comprendía. Lo único que entendió al verla
fue su miedo hacia él: visceral y profundo. Salvaje.
Y aunque estaba familiarizado con esa clase de
sentimientos, le escoció que fuera ella la que los sostuviera con tanta fuerza.
Precisamente ella, que le había salvado la vida... aunque aún no fuera
consciente de ello.
La miró una última vez desde las sombras que se extendían
por toda la habitación. Vio su pelo oscuro, sus mejillas pálidas, sus manos
pequeñas e inocentes. Fue entonces cuando decidió que no la abandonaría, aunque
tuviera que dejarla por ahora.
Búho no se despidió de Nadia.
Y Nadia no fue consciente de que Búho se había ido hasta
mucho después, cuando los pájaros cantaron bajo el sol de de un nevado
amanecer.
***
Siete días.
Llevaba siete días exactos teniendo la misma pesadilla.
Daba igual lo que hiciera para evitarlo, el caso es que siempre terminaba
soñando con él. Al principio el sueño era plácido y cálido, lleno de luz y de
una música tan característica como extraña, que estaba segura de poder
reconocerla en cualquier parte. Pero luego, a medida que ella avanzaba a través
de las columnas, todo se ennegrecía, se oscurecía, desaparecía. Y el ambiente
tranquilo del que había disfrutado se tornaba en algo mucho más siniestro.
Nadia se estremeció con fuerza cuando recordó el preciso
momento en el que escuchó el grito. Siempre ocurría en el mismo momento, poco
después de cruzar un arco de piedra grisácea. Apenas daba un par de pasos hacia
delante, hacia la negrura, cuando él salía de ella: un joven delgado, con los
ojos de dos colores y melena larga, plateada... que la miraba con una
intensidad brutal y desgarradora. Solo entonces, ocurría; el grito resonaba por
todo el sueño —la pesadilla ahora—, y agrietaba el mundo con fuerza,
derrumbándolo a su alrededor.
Se despertaba justo en ese instante... o eso creía.
Porque tras cada grito y tras cada <<despertar>> volvía a descubrir
al joven de los ojos extraños. Daba igual donde durmiera o donde estuviera,
porque cada vez que abría los ojos le veía frente a ella. Y le escuchaba
hablar. En realidad nunca se había parado a intentar entender sus palabras,
porque el miedo podía con ella... lo cual era cómico, pues a sus diecinueve
años no debería tenerle miedo a la oscuridad. Pero así era. Y llevaba
ocurriendo siete largas noches. No era de extrañar que apenas tuviera fuerzas
para nada; ni para su día a día ni para emprender el viaje.
El viaje...
Nadia sacudió la cabeza mientras bajaba las escaleras que
llevaban al almacén en el que trabajaba. Contó cuarenta y siete escalones antes
de llegar a la puerta de acero y una vez allí, llamó al marcador de brillante
latón. Pasaron exactamente nueve minutos hasta que alguien se decidió a abrir
la puerta. Nueve minutos en los que su mente aprovechó para recordar sus vagos
intentos de realizar <<el viaje>>. Sabía que estaba retrasando
demasiado su marcha, pero realmente no se sentía preparada para dejar atrás
todo lo que había conocido en esos últimos años. Habría jurado incluso que allí estaba <<bien>>,
si no fuera porque el miedo seguía empapando cada uno de sus actos y ya no
sentía la apacibilidad de meses atrás. De hecho, pensó, mientras entraba en el
largo recibidor del almacén, ya casi no sentía nada. Salvo el miedo, claro. El
miedo la seguía allá donde fuera. Daba igual lo lejos que viajara, en algún
momento las cosas se trastocaban y terminaba perdiendo el norte. Entonces el
miedo regresaba... y vuelta a empezar; un viaje, un destino, una vida nueva.
Ella era de las pocas criaturas vivas que seguían esa rutina, pues no dejaban
que la desesperación y el olvido se adueñaran de las pocas acciones que les
quedaban. Los demás, en cambio, ya habían sido sometidos por los horarios y el
abandono.
—Llegas pronto.
La voz metalizada de Número atravesó la nube de
pensamientos en la que estaba inmersa. Inmediatamente después fue consciente de
lo que la rodeaba: el polvo negro que impregnaba las estanterías de piedra, el
largo pasillo terminado en una minúscula ventana que daba al exterior. La luz
artificial de las tres lámparas de techo, que parecían sincronizar sus
espantosos parpadeos. Y luego estaban las cajas, apiñadas las unas sobre las
otras, llenas de los recuerdos desechados de las personas de la ciudad.
Nadia suspiró profundamente y siguió al hombre que había
acudido a buscarla. Número era uno de los que más tiempo llevaba trabajando
allí, así que, de alguna manera, se había hecho con el control de los
empleados. No era amable, ni desagradable... simplemente era como era, una
mezcla de virtudes y defectos de lo más peculiar. Nadie allí había sido capaz
de ahondar un poco en su historia, aunque visto lo visto, también podía ser que
ya no tuvieran ganas de realizar ni ese esfuerzo.
—Lo siento —contestó ella, con su voz aflautada y suave—.
No he dormido bien esta noche.
—¿Y quién duerme bien a estas alturas? A menos que estés
completamente consumido, a todos nos cuesta estar bien...
Nadia se estremeció al escuchar la palabra
<<consumido>>. Todos los trabajadores del almacén —en realidad todo
el mundo— conocían el crudo significado de esa palabra. Todos lo habían visto
en algún momento... o lo habían vivido en sus propias carnes. En el caso de
Nadia era algo que ocurría muy a menudo, para su desgracia. Todos sus viajes
comenzaban cuando alguien a quien ella quería era consumido. Entonces el miedo
regresaba y estiraba sus tentáculos hacia ella, dispuesto a alimentarse de la
poca cordura que aún conservaba.
Pero aún podía decir que estaba viva... lo que era, con
mucho, una auténtica proeza.
—¿Cómo está Victoria? ¿Ha mejorado?
—No. Ya ha pasado por la fase de las lágrimas. De ahí a
que se consuma hay poco. Dudo que supere esta noche.
La tristeza golpeó a Nadia con una fuerza tóxica y
visceral. Sintió el dolor más angustioso en el centro de su alma, justo donde
se alojaba su corazón. Las lágrimas anegaron sus ojos con rapidez y tuvo que
contener un gemido dolorido. ¿Por qué el mundo era tan cruel? ¿Por qué trataba
así a las criaturas que lo habitaban? ¿Era acaso algún tipo de venganza? Desconocía
la respuesta, si es que existía alguna.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y apretó los
dientes con fuerza. Después escondió su pesar tras una mueca y se limitó a
asentir una y otra vez, como si no le importara que aquella joven desapareciera
de su lado.
—¿Puedo ir a verla?
Número se encogió de hombros. Su casi esquelético cuerpo
se estremeció y sus ojos, hundidos y negros, se entrecerraron un momento,
molestos. Pero no dijo nada mientras se limitaba a recorrer el pasillo.
Nadia, en cambio, echó a correr en dirección contraria.
Recorrió a toda prisa los dos pasillos que componían el almacén y abrió una
puerta lateral que daba a la sala de las calderas. Aquellos aparatos llevaban
años sin usarse, como podía suponerse por la herrumbre que les cubría, pero
servían de refugio para quienes no tenían adónde ir.
Victoria era una de esas personas.
Al igual que Nadia, también había huido del olvido y de
las sombras que siempre lo acompañaban. Había llegado al almacén unos meses
antes, repleta de vida y de buenas palabras. Durante mucho tiempo ella se había
encargado de mantener a todos los demás en buen estado, pues su risa y sus
ganas de vivir la hacían prácticamente, intocable. Pero poco después apareció
Norma, y todo se fue al traste.
El amor que las había unido a ambas había sido intenso e
inconmensurable, y gracias a ellas el almacén se había convertido en el refugio
ideal para todos aquellos que se rebelaban contra la rutina que consumía al
mundo. En aquellas dos mujeres se adivinaba el ansia de vivir, la necesidad
pura y dura de seguir adelante; de no dejarse vencer.
Nadia las había considerado heroínas. Porque, ¿quién se
atrevía en los tiempos que corrían a rebelarse con tanta fuerza? ¿Cómo eran
capaces, simplemente, de ser tan felices cuando las sombras recorrían las
calles?
Pero a pesar de su fuerza y de sus ganas de continuar en
el mundo, Norma murió de un infarto. Ni siquiera la juventud la salvó de un
destino que, pese a ser cruel, era infinitamente mejor que el que sufriría su
novia semanas después.
Al morir Norma, todo se había apagado: la felicidad de
Victoria, sus ilusiones, las ganas de vivir. Y aunque todos en el almacén —o
casi todos— habían tratado de levantarle el ánimo, fueron conscientes poco
después de que la desesperación se haría con ella. Daba igual lo que hicieran
para devolverle la alegría, porque sabían que ya era tarde. Y como todos los
<<consumidos>> anteriores, Victoria empezó a vivir las últimas
fases de su existencia como ser propiamente humana: primero dejó de gritar y de
lamentarse. Después dejó de suspirar. Olvidó también a Norma y lo que sentía por
ella, aunque todos trataban desesperadamente de recordárselo. Perdió la ilusión
que siempre la había caracterizado… y empezó a consumirse, rápidamente. Todo lo
bueno que conformaba al ser humano empezó a desaparecer de su cuerpo, que poco
a poco languidecía.
Y ahora, Nadia sabía que había llegado a la fase de las
lágrimas. Casi la última. Tras esa llegaría el momento en el que su alma
abandonaría el cuerpo, y dejaría solo una cáscara vacía que seguiría
funcionando… pero que no poseería vida, ni nada que se pareciera a ella. Sería
solo una marioneta de las sombras que Desesperación y Olvido hacían pulular por
la tierra.
No sería nada… ni nadie.
Nadia alcanzó el extremo de la sala de las calderas a
tiempo para ver cómo Victoria se convulsionaba debido al llanto desgarrador que
la recorría. Sintió que su pena estallaba dolorosamente en su pecho, similar a
un mazazo físico. Sus ojos también se llenaron de lágrimas que pronto
recorrieron sus mejillas, dejando surcos húmedos en su piel.
—No… por favor, Vic, no... —susurró frenéticamente,
mientras se arrodillaba junto a ella. Contempló con horror como la joven no
cesaba en su llanto, que cada vez subía más y más de volumen, hasta alcanzar
unas notas hirientes y agrias—. Escúchame, estoy aquí… todos estamos aquí
—mintió, mientras tiraba de sus manos hacia sí misma. Lo que vio bajo ellas la
dejó sin respiración por un momento, pues sus ojos ya casi no tenían vida: se
habían apagado a tal velocidad que su dulce color verde estaba teñido de una
oscuridad abrumadora—. Vic, por favor…
Pero ella no contestó. Siguió llorando con esa
desesperación tan brutal de la que hacía gala.
Nadia también lloró, abrazada a ella. A pesar de que
sabía que la joven estaba completamente perdida y que su alma pronto la
abandonaría, se resistió a abandonarla en aquel lugar, en aquel momento. La
acunó contra su pecho y la meció, como haría una madre con su hija.
Número apareció a su lado poco después, envuelto en un
abrigo tres tallas más grande que él. Apoyó la mano en su hombro, carraspeó y
se sentó junto a ellas, en completo silencio.
Apenas diez minutos después, Victoria dejó de llorar.
Abandonó por completo las lágrimas, la desolación, la vida. Dejó sus recuerdos
a un lado, junto a todo aquello que alguna vez le había causado alguna
felicidad. Después se levantó del suelo, vacía, vacua, deshabitada de
humanidad.
Y bajo la desolada mirada de quienes se habían
considerado sus amigos, se marchó para no volver.
***
El dolor que Búho sintió fue incluso peor que el que
sintieron Nadia y Número. Fue un golpe brusco, intenso, lleno de una malicia y
un pesar sin parangón. Gritó como hacía tiempo que no gritaba, a pesar de que
sabía que allí, en aquel rincón oscuro y sombrío, no había nadie que pudiera
escucharle.
Aun así lo hizo una y otra vez, hasta que la voz se tornó
en un gemido, y ese gemido, en llanto.
Lloró en soledad durante un tiempo que se le antojó
infinito e imperecedero. Lloró hasta quedarse sin lágrimas, hasta que el tiempo
apaciguó el sordo dolor que le taladraba el pecho. Y aun así este no
desapareció del todo, ya que una pérdida así era imposible de olvidar… o de
hacer desaparecer. Había perdido a Norma y Victoria. Las había perdido a ambas,
cuando pensó que quizá ellas podrían convertirse en sus adalides… en sus
mensajeras cuando él ya no estuviera.
Pero la vida tenía otros planes, otros caminos secretos y
recónditos que ni siquiera él, con su poder, podía trastocar.
Ahora solo le quedaba ella.
Ella…
Búho levantó la mirada y contempló las piedras grisáceas
y negras que tenía alrededor, sin llegar realmente a verlas. Su atormentada
mente dibujó a Nadia en las sombras, en el polvo, en el fondo de sus ojos
bicolores. En cualquier objeto que existiera ante él.
Recordó las visitas de esos siete días y sonrió a pesar
de la desdicha que aún aguijoneaba su cuerpo. Nadia era un pequeño sol en mitad
de la negrura que consumía al mundo, aunque ella desconociera por completo esa
realidad.
De hecho, pensó, mientras se levantaba penosamente del
suelo, él era uno de los pocos que sabía que Nadia podía ayudar a que el mundo
se recompusiera. La revelación había sido brusca y para nada esperada, pero
agradecía que sus amistades siguieran vivas… y que se preocuparan por él, pues
sin ellas su existencia se habría marchitado días antes.
A pesar del agotamiento que Búho cargaba sobre los
hombros, se movió en dirección a la llanura que se extendía frente a las
columnas del templo. La niebla, desecha y blanca, lamió sus pies descalzos y le
hizo temblar de frío. Pero para él esos detalles se habían transformado en
nimiedades, pues por encima de las banalidades y de los deseos, había algo más
importante. Algo que lo mantenía cuerdo. Que lo mantenía vivo.
Algo indestructible… y que Nadia albergaba bajo capas y
capas de miedo.
Un secreto que debía ser compartido… o el mundo moriría.
***
A Nadia le costó volver al trabajo y hacer como si nada
hubiera pasado. Número sí lo hizo, con relativa facilidad, así que ella lo
imitó cuando las últimas migajas de sus lágrimas se secaron sobre el suelo.
Después se levantó, se frotó los brazos para entrar en calor y regresó al
almacén, donde atisbó por el rabillo del ojo la inconfundible figura de la que
otrora había sido Victoria. Ahora ésta vagaba de un lado a otro, cumpliendo la
rutina esclava que había condicionado sus últimos meses de existencia. Y
seguiría siendo así durante un tiempo... hasta que la carcasa en la que se
había convertido se secara.
Entonces sería pasto de los
<<rapiñadores>> y poco
después, cuando la llevaran a la ciudad, pasaría a ser cargo de los
<<cremadores>>. A veces, pensó, asqueada, ni siquiera hacía falta
que los <<consumidos>> estuvieran secos del todo, pues ellos no
tenían ningún tipo de escrúpulo.
La joven se estremeció con fuerza al pensar en ese último
destino, cuya mención le resultaba desagradable y vomitiva. Era cierto que los
tiempos habían cambiado, y que con el paso de los años la energía se había
vuelto difícil de obtener. La electricidad era un lujo que muy pocos podían
conseguir, el petróleo ya no existía... la energía solar era prácticamente
imposible de conseguir. Ahora el mundo se regía, una vez más, por el vapor y la
hulla, aunque en los últimos años la energía química que desprendían los
<<consumidos>> al ser quemados era la opción más rentable. Incluso
había campos de reclusos donde impulsaban a los seres humanos a abandonarse a
la locura... para ser quemados en cuanto los primeros síntomas del proceso de
consumición aparecieran.
El mundo se moría. Se despoblaba rápidamente. Se consumía
en la miseria que los propios humanos habían desatado sobre su superficie.
¿Y qué hacían ellos para remediarlo?
Nada. Absolutamente nada. El miedo y el cansancio
acumulado durante generaciones se lo impedía.
¿Qué les quedaba, entonces, si todo estaba ya casi
muerto?
Muchos de los que quedaban habían decidido dejarlo todo
de lado, y limitarse a vivir como hubieran hecho si las cosas hubieran sido de
otro modo: seguían trabajando y luchando
por conservar lo que les rodeaba, aunque fuera poco y estuviera muy castigado.
Otros, en cambio, se dedicaban a huir de la negrura y
buscaban, por encima de todo, una luz que les guiara y que les demostrara que
toda su existencia no tenía por qué terminar ahí.
Nadia era una de ellas.
Se había criado en el campo, lejos de la contaminación y
del bullicio urbano. Hasta allí no llegaban las sombras de la desdicha, así que
durante unos años, fue feliz junto a su madre. En cambio, su padre, el único
trabajador de la familia, fue consumido durante su tercer año en la fábrica Maltus, esa que se dedicaba a crear
espejos. Por aquel entonces Nadia desconocía por completo la naturaleza de los
<<consumidos>>, de hecho, ni siquiera sabía qué eran... pero no
tardó en descubrirlo. El mismo día en el que el presidente Holm, de Campamento,
se hizo con el poco poder que quedaba en el mundo, Nadia se topó con lo que
quedaba de su padre: estaba a pocos metros de la puerta de casa, tendido e
inmóvil. Su cuerpo no respondía. Su alma, tampoco.
Y cuando ella gritó, su madre, que ya sabía qué esperar,
la apartó delicadamente... y le explicó que el mundo se había vuelto contra los
humanos. Que los sentimientos que antes adormecían con medicamentos se habían
rebelado, y que ahora tomaban posesión de los cuerpos que habitaban.
Le contó, con palabras cuidadosamente seleccionadas, que
tenía que tener cuidado, pues en aquellos momentos aciagos todos eran una presa
fácil de la pena, la desesperación y la melancolía más dañina. Y le recordó,
con una frágil y dulce sonrisa, que aún no estaba todo perdido, pues quedaban
cosas buenas en el mundo.
Nadia creció con esa certeza, aunque cada día que vivía
le costaba un poco más encontrar esas <<cosas buenas>>. En sus
diecinueve años había encontrado pocas, era cierto, pero las que poseía las
conservaba con fervor: un libro de un tal Tolkien, un disco de un grupo cuya
portada estaba tan machacada que era imposible leer su nombre, una fotografía
de su madre y su padre juntos. Un juguete de cuerda que encontró tirado en la
calle, y un dvd que solo había visto una vez, pero que había conmovido su
corazón con fuerza.
Cuando su madre murió, dos años antes, de una enfermedad
respiratoria, Nadia decidió seguir adelante y no estancarse en ese dolor
silente y peligroso que se había acomodado en su alma. Durante días caminó sin
rumbo, alejándose de las grandes ciudades y buscando, desesperadamente, a gente
como ella, que no hubiera caído en garras de las sombras del mundo.
Y la encontró, por supuesto, pero eso no fue siempre
bueno. Descubrió, con cada paso que daba, a los <<rapiñadores>>, a
los <<consumidos>>, a los <<cremadores>>. A los meros
humanos que luchaban por sobrevivir. Y después, mucho después, encontró a los
<<soñadores>>.
Los <<soñadores>> eran unas criaturas
maravillosas. Había muy pocos de ellos repartidos por el mundo, pero su mera
presencia hacía que el tiempo fuera dulce y pacífico. Eran, en cierto modo, los
únicos capaces de curar al mundo: contaban historias de épocas pasadas, imbuían
el alma de optimismo, les enseñaban que, a pesar de su poder, las sombras
retrocedían ante la luz.
Pero eran tan pocos, y estaban tan solos que, poco a
poco, Nadia dejó de encontrarlos. Se aferró, sin embargo, a esa idea de vida, a
ese modo atávico de existencia que tan increíble y fascinante le parecía. Otros
lo hicieron con ella, en diferentes lugares del mundo. Y tiempo después se
encontraron a las afueras de la ciudades o escondidos en pequeños bares, al
calor del fuego. Compartían las historias que habían escuchado de otros
<<soñadores>> y de esa manera, aunque fueran completamente ignorantes
de ello, alargaron su vida y la de quienes los rodeaban.
Hacía meses que Nadia no se topaba con ninguno. Pero
ahora que Norma y Victoria no estaban, disponía de un motivo para marcharse y
seguir buscando.
—Te vas a marchar ¿verdad?
La voz de Número impactó en su mente y disolvió la nube
de oscuridad que se había formado en su cabeza. Levantó la mirada, clavó sus
ojos de chocolate en los negros de él, y asintió, con una triste sonrisa.
—Aquí ya no hay nada que me ate —contestó—. Si sigo en el
almacén... llegará un momento en el que no salga. Y no estoy dispuesta a pasar
por eso. Otros quizá sí... pero yo no. Claro que no. Y tú también deberías
marcharte… estás arriesgando mucho quedándote tanto tiempo en un sitio.
Número sonrió a duras penas y después se encogió de
hombros, indiferentemente. Él no estaba hecho para los viajes… además, había
encontrado en aquel almacén un motivo para seguir adelante hasta que se
consumiera o muriera, lo que llegara antes. Pero aunque no lo dijera, admiraba
la determinación de su joven empleada.
—Este es mi sitio, Nadia. No puedo dejarlo así como así.
Aunque el mundo se esté yendo a la mierda, sigue funcionando… y eso es gracias
a los que nos quedamos por aquí, trabajando diligentemente. Quemada es testigo
de ello… lleva en el hostal más de treinta años.
—¿Cuarenta años? ¿De veras?
—Sí, así es… lleva trabajando ahí desde antes de la
Hecatombe.
—Nadie lo diría —murmuró Nadia en contestación y miró de
soslayo a la figura errática de Victoria, que se afanaba en colocar las cajas
que acababan de llegar de la ciudad. Al verla sintió una punzada de tristeza en
el corazón, pero no se acercó a ella.
—Si vas a marcharte, hazlo después del curro. —Número la
miró con aire crítico, pero su gesto se suavizó cuando le puso la mano en el
hombro—. Mira entre las cajas, lo mismo encuentras algo que quieras quedarte
antes de que se lo lleven para quemarlo.
Nadia sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Unas eran de profunda tristeza, pues dejaba atrás un lugar confortable y querido,
otras eran de alegría, pues después de tantos meses volvía al camino. Y otras…
otras no tenían nombre, porque resbalaban por sus mejillas antes de saber a qué
pertenecían.
Abrazó a Número siguiendo un impulso del corazón, de esos
que ya se veían y sentían poco. Lo estrechó entre sus brazos a pesar de apenas
conocerse, a pesar de que su relación nunca había avanzando lo suficiente como
para normalizar esa clase de gestos.
Pero lo hizo, porque sentía en el fondo de su corazón que
era lo más correcto.
—Te veré después —se despidió. Después le dedicó una
sonrisa ligera y triste, y se marchó por el pasillo que tenía frente a ella.
El almacén era uno de los grandes tesoros que tenía
aquella ciudad. Estaba lleno de cajas y bolsas llenos de recuerdos de otras
personas. Había cosas útiles, inútiles, hermosas, rotas, brillantes… algunos de
los objetos databan de fechas muy anteriores a la Hecatombe, pero ya no había
nadie que valorara esas cosas. Había también ropa, tabaco, linternas sin pilas,
palas, escopetas… y un sinfín de herramientas por las que la poca gente que
quedaba se peleaba. Lo que nadie quería, o lo que habían olvidado allí, seguía
almacenado en esas cajas…y así seguirían hasta que los
<<cremadores>> mandaran una patrulla para conseguir objetos que
usar de combustible extra.
Nadia cogió la primera caja del estante más bajo y la
abrió: el olor a cerrado y a húmedo invadió sus fosas nasales y le recordó, de
una manera muy lejana, al sótano en el que había vivido durante tres días, en
las cercanías de Londres. En el interior de la caja había dos bolsas pequeñas,
un neceser de color azul y amarillo y un montón de pintalabios cerrados. Ignoró
el maquillaje y se dedicó a abrir las bolsas: en su interior encontró un
pijama, unas zapatillas deportivas que
apartó a un lado y un bote de colonia. En la otra encontró un surtido de
camisones que rezumaban olor a viejo y un cepillo de dientes roto, que despachó
rápidamente. Ignoró por completo el neceser, y después cerró la caja. Cogió
otra mucho más voluminosa, pero tampoco tuvo suerte en ella, pues no encontró
nada que conmoviera su corazón… ni que la hiciera falta. Pero no desistió en su
empeño y gastó las siete horas siguientes en abrir cajas, bolsas y diferentes
maletas.
Para cuando terminó, todo estaba oscuro y silencioso, y
solo quedaban unos pocos en el almacén: la inexistente Victoria, que rondaba
penosamente por el pasillo, Número, que comprobaba que todo estaba en su lugar…
y ella. Los demás se habían marchado a sus hogares, o al lugar en el que
estuvieran durmiendo en esos momentos.
—¿Has encontrado algo interesante?
Nadia alzó la cabeza y movió el cuello hacia los lados
para aliviar la tensión que se había acumulado en sus cervicales. Después cogió
una enorme mochila que había encontrado y sonrió mientras la acercaba.
—Había cosas realmente maravillosas ahí dentro. Es una
lástima que tantas cosas útiles terminen en los hornos —contestó, mientras
acomodaba la mochila en el suelo y sacaba los tesoros que había decidido
adoptar.
—Los hornos mantienen con vida a las ciudades —respondió
Número, aunque sabía a ciencia cierta que no era así—. Y para que los hornos
funcionen necesitan combustible.
Nadie puso los ojos en blanco al escucharle. Lo que acaba
de decir era otra de las grandes mentiras que pululaban por aquel mundo casi
extinguido: que los hornos los protegerían a todos. Si bien era cierto que en
un principio había sido así, con el transcurso del tiempo cambió radicalmente
su uso: la falta de combustible obligó al ejército a reducir las zonas iluminas
con fuego puro —lo que evitaba que las dañinas sombras entraran y les infectara
con el virus— y, por tanto, a reducir el flujo de gente que entraba en aquellos
anhelados santuarios. Al principio, cuando ella era niña, existían calendarios
zonales que permitían entrar a la zona protegida de manera gradual, pero que
nunca llegaron a buen puerto. La desesperación de los que no vivían a la luz y
el calor de los hornos provocó que hubiera auténticos conflictos que terminaron
con el cierre absoluto de las fronteras.
Ahora solo unos pocos elegidos vivían en el círculo
protector de los hornos… y se dedicaban a explotar a los que vivían fuera,
porque sin su trabajo se acabaría el combustible.
—Sabes que nunca nos dejarán entrar en los hornos,
¿verdad?
Número se encogió de hombros y cerró la libreta que tenía
entre las manos.
—En algún momento tienen que reproducirse si no quieren
extinguirse ¿no crees?
La joven rio ante su respuesta pero de sobra sabía que su
esperanza estaba completamente rota. Nadie en su sano juicio saldría de los
hornos para buscar pareja, y menos en los tiempos que corrían.
—Tienes razón —admitió ella, con una sonrisa cómplice y
serena—. Ya no nos quedan lágrimas que derramar ¿verdad?
Número asintió, sin sonreír.
¿Dónde comprarlo?
Como siempre, en amazon. ¡Justo aquí!
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