La verdad es que hacía mucho que no abría el cajón de "relatos apartados y/o por terminar" pero hoy, me ha parecido muy buena ocasión. Así que... como es un relato largo, os lo iré colgando por partes... ¡Y así me animo a terminarlo!
Espero que os guste :)
Las ruinas de Bael´Thilen
Prólogo:
Cuenta la leyenda que,
en algún punto del sombrío norte, entre las heladas estepas y el frío mar, hubo
una vez una ciudad. Pero no era un lugar como otro cualquiera. La ciudad de
Bael´Thilen era hermosa, regia y llena de poderío. Desde los confines del mundo
era visitada y adorada, puesto que era diferente, y por tanto, irrepetible.
Cuenta la leyenda que
los tiempos cambiaron, y que lo que antes era devoción y admiración se
transformó en odio y recelo. La guerra llegó con el más frío de los inviernos,
y tras detener a las tropas enemigas frente a la muralla de Bael´Thilen, sus
habitantes abrieron las puertas. Los soldados, ansiosos de honor y gloria,
henchidos ante la promesa del botín de plata y oro de la ciudad, entraron
galopando.
Pero no encontraron
nada. Ni oro, ni plata. Ni siquiera un alma por las calles. Todo estaba vacío.
Leyenda local.
Capítulo I: ¿Granjas?
—
Ven, Alfred, no seas tonto…
—
Pero ¿qué dices? ¡¿Te has vuelto loco?! —el
joven abrió mucho los ojos al escuchar el tono sugerente de la voz de José. No
era la primera vez que le escuchaba hablar así, y ya debería estar
acostumbrado, pero…
—
Oh vamos, ven aquí, cariñín, que te va a
gustar…
José se humedeció los labios y apartó una cochambrosa silla que le impedía seguir avanzando. En sus ojos brillaba algo que era fruto de la lujuria y la hilaridad.
José se humedeció los labios y apartó una cochambrosa silla que le impedía seguir avanzando. En sus ojos brillaba algo que era fruto de la lujuria y la hilaridad.
—
José, por el amor de Dios ¡aleja tus
pervertidas manos de mí! — Alfred trató de esquivar al joven que se acercaba
lentamente. Sin embargo, debido a la oscuridad y a su característica torpeza,
Alfred chocó contra un mueble de la cocina. — ¡Joder!
—
Si te resistes no es divertido. — José
sonrió de medio lado y acorraló a su compañero contra la pared. — Llevo tanto
tiempo soñando con esto…
—
¿Conmigo? ¡¿Conmigo?! ¡¡Jess!! — Alfred
sujetó las manos de José y gritó a pleno pulmón. El eco reverberó por los
muebles y se perdió al llegar a las ventanas.
Evidentemente, nadie
contestó. Alfred tragó saliva sonoramente y maldijo el día en que había
conocido a José. Más concretamente, el joven maldijo el día en el que se había
interesado por sus tendencias sexuales. En menudo lío se había metido él
solito.
—
Jess ha ido a ordeñar a la yak. No
esperes que venga a salvarte… — José se humedeció los labios e inclinó la
cabeza hacia el joven.
—
¡¡JESS!! — clamó con estridencia y echó
la cabeza hacia atrás para evitar el beso.
La puerta de la humilde
granja se abrió con estrépito y rebotó contra la pared de ladrillo. Una joven
alta, desgarbada y de gesto hosco se dibujó en la entrada. Una fría ráfaga de
aire entró con rapidez y estremeció a ambos hombres.
—
Déjalo ya, José. — ordenó con voz fría.
Después cerró la puerta con brusquedad y colocó un cubo rebosante de leche
sobre la mesa.
—
Jess, eres una aguafiestas… — gruñó José
y se apartó. Alfred, por su parte, se dejó caer al suelo con un suspiro de
alivio.
A decir verdad, Alfred nunca había tenido ningún reparo en
estar cerca de un homosexual. Como hombre de mundo, había aprendido a respetar
culturas, pensamientos, ideales y demás locuras, siempre y cuando a él no le
supusiera un problema. En años anteriores, Alfred había lidiado con sectas
satánicas, cazadores de hombres, grupo de feministas radicales… pero nunca con algo como aquello. El acoso y derribo al
que José le sometía empezaba a darle miedo.
—
Cada día me das más grima. — espetó la
mujer y ayudó a Alfred a levantarse. — ¿Eres incapaz de mantener tus hormonas
bajo control?
—
Pero llevo tanto tiempo sin hacer nada
de nada…
—
¡Está loco Jess! ¡Es la cuarta vez esta
semana!— Alfred se incorporó y se sentó lo más lejos posible del joven. Allí
donde creía que estaba a salvo.
—
Lo sé, lo sé… — Jess suspiró y observó a ambos hombres:
Alfred, sentado en la cama, no era más que un niño. Un bribonzuelo pelirrojo,
delgaducho y con los dientes perfectos. Inteligente como el que más, aunque
despistado y torpe como un pingüino con raquetas. Y José, de aspecto siniestro
con su barba de tres días, sus ojos brillantes y su sempiterna gabardina de
cuero. Él era un excelente lector de mapas, y era conocedor de todas las
leyendas de la zona. Lástima que su afición por el acoso estuviera siempre a
flor de piel. — Os traigo buenas
noticias.
José enarcó una ceja y
esbozó una sonrisa sardónica.
—
Ya me extrañaba que tardaras tanto con
esa pobre yak. — declaró y se cruzó de brazos. El cuero de la gabardina crujió
y se tensó.
—
Déjate de bromas y escúchame. — Jess
acercó una silla a la maltrecha mesa y se acomodó. — Estamos más cerca de lo que creíamos. He
hablado con un par de personas de las granjas del oeste y han coincidido con
las del norte. Bael´Thilen existió, pero fue derruida poco antes de la Segunda
Guerra Mundial.
Alfred frunció el ceño.
Frente a él, José se balanceó en la silla una vez más, enarcó una ceja y dejó
que la silla volviera a su posición inicial. El sordo sonido del golpe vibró
durante un momento, y luego, se apagó.
—
¿Antes de la Segunda guerra Mundial?
¿Por qué? — preguntó Alfred, claramente confuso.
—
Para que Hitler no usara los metales
preciosos de la ciudad, es evidente. — intervino José y se inclinó sobre la
mesa. La luz de la lamparita de gas tembló suavemente e iluminó el rostro
sombrío y pensativo de José.
—
¿Pero qué os hace pensar que el Führer conocía
la existencia de Bael´Thilen?
Jess suspiró y se pasó
una mano por los cortos cabellos rubios. Sus ojos azules chispearon irritados. A
veces se preguntaba dónde estaba la legendaria inteligencia de Alfred. Cierto
era que, en ocasiones anteriores, les había salvado el culo… y la cabeza, pero
parecía que el frío le embotaba los sentidos más de lo habitual.
—
Alfred, a veces dudo que seas parte de
nosotros, te lo digo en serio. — espetó la mujer y dirigió su mirada hacia él.
Alfred pareció encogerse sobre sí mismo, como si quisiera desaparecer.— Cuando
estuvimos en Alemania el año pasado en… ¿cómo se llamaba ese dichoso museo?
—
Museum der
Bundeswehr Militärhistorisches. — recitó José, con su mejor
acento alemán.
—
Ése. — Jess asintió y sonrió durante un
segundo. Siempre le había gustado el tono oscuro de la voz de José. Hacía que
se le erizara la piel.— Mientras tú estabas en el coche, el gay suprahormonado
y yo nos colamos por la puerta de servicio y encontramos los archivos secretos.
Teníamos sospechas de que los inuit habían tenido tratos con los alemanes poco
antes de la destrucción de la ciudad, y fíjate, no nos equivocamos. — la joven
se detuvo, más para coger aire que para crear expectación.— Encontramos una
carta del puño y letra del Führer en el que exigía saber la localización exacta
de Bael´Thilen. Evidentemente, los inuit
se acojonaron y le enviaron una carta con un mapa bastante cutre en el que
señalaban la ciudad.
—
Este mapa, de hecho. — José sacó de su
gabardina un trozo de papel arrugado y se lo tendió al joven. — Hitler envió un
destacamento hasta aquí, pero no encontraron nada que pudiera servirles. Habían
derruido la ciudad mucho antes de que él llegara.
Alfred asintió con un
breve cabeceo, aunque el gesto de su cara no había cambiado, seguía siendo
adusto y confuso.
—
¿Nada de nada? — preguntó Alfred
finalmente y estudió el mapa con gesto cansado.
—
Nada de nada… solo encontraron una cosa,
y estamos justo encima.
—
¿Sí? ¿El qué? — Alfred levantó la mirada
y suspiró.
—
Granjas, Alfred. Granjas.
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