jueves, 28 de agosto de 2014

Relatos que nunca vieron la luz... hasta ahora: Las ruinas de Bael´Thilen

Es cierto que no solo escribo romántica. De hecho, escribo sobre muchos temas... llegando incluso a tocar la poesía. No obstante, esta vez quiero recordar cosas del pasado. Hace un tiempo, cuando yo escribía en un foro literario, me propusieron un juego para potenciar la creatividad. Fue, francamente, muy divertido, y el resultado, aunque se puede mejorar, me pareció bastante bueno.
La verdad es que hacía mucho que no abría el cajón de "relatos apartados y/o por terminar" pero hoy, me ha parecido muy buena ocasión. Así que... como es un relato  largo, os lo iré colgando por partes... ¡Y así me animo a terminarlo!

Espero que os guste :)

Las ruinas de Bael´Thilen 

Prólogo:
Cuenta la leyenda que, en algún punto del sombrío norte, entre las heladas estepas y el frío mar, hubo una vez una ciudad. Pero no era un lugar como otro cualquiera. La ciudad de Bael´Thilen era hermosa, regia y llena de poderío. Desde los confines del mundo era visitada y adorada, puesto que era diferente, y por tanto, irrepetible.
Cuenta la leyenda que los tiempos cambiaron, y que lo que antes era devoción y admiración se transformó en odio y recelo. La guerra llegó con el más frío de los inviernos, y tras detener a las tropas enemigas frente a la muralla de Bael´Thilen, sus habitantes abrieron las puertas. Los soldados, ansiosos de honor y gloria, henchidos ante la promesa del botín de plata y oro de la ciudad, entraron galopando.
Pero no encontraron nada. Ni oro, ni plata. Ni siquiera un alma por las calles. Todo estaba vacío.
                                                                                                             Leyenda local.

Capítulo I: ¿Granjas?

    Ven, Alfred, no seas tonto…
    Pero ¿qué dices? ¡¿Te has vuelto loco?! —el joven abrió mucho los ojos al escuchar el tono sugerente de la voz de José. No era la primera vez que le escuchaba hablar así, y ya debería estar acostumbrado, pero…
    Oh vamos, ven aquí, cariñín, que te va a gustar…
      José se humedeció los labios y apartó una cochambrosa silla que le impedía seguir avanzando. En sus ojos brillaba algo que era fruto de la lujuria y la hilaridad.
    José, por el amor de Dios ¡aleja tus pervertidas manos de mí! — Alfred trató de esquivar al joven que se acercaba lentamente. Sin embargo, debido a la oscuridad y a su característica torpeza, Alfred chocó contra un mueble de la cocina. — ¡Joder!
    Si te resistes no es divertido. — José sonrió de medio lado y acorraló a su compañero contra la pared. — Llevo tanto tiempo soñando con esto…
    ¿Conmigo? ¡¿Conmigo?! ¡¡Jess!! — Alfred sujetó las manos de José y gritó a pleno pulmón. El eco reverberó por los muebles y se perdió al llegar a las ventanas.
Evidentemente, nadie contestó. Alfred tragó saliva sonoramente y maldijo el día en que había conocido a José. Más concretamente, el joven maldijo el día en el que se había interesado por sus tendencias sexuales. En menudo lío se había metido él solito.
    Jess ha ido a ordeñar a la yak. No esperes que venga a salvarte… — José se humedeció los labios e inclinó la cabeza hacia el joven.
    ¡¡JESS!! — clamó con estridencia y echó la cabeza hacia atrás para evitar el beso.
La puerta de la humilde granja se abrió con estrépito y rebotó contra la pared de ladrillo. Una joven alta, desgarbada y de gesto hosco se dibujó en la entrada. Una fría ráfaga de aire entró con rapidez y estremeció a ambos hombres.
    Déjalo ya, José. — ordenó con voz fría. Después cerró la puerta con brusquedad y colocó un cubo rebosante de leche sobre la mesa.
    Jess, eres una aguafiestas… — gruñó José y se apartó. Alfred, por su parte, se dejó caer al suelo con un suspiro de alivio.
A decir verdad,  Alfred nunca había tenido ningún reparo en estar cerca de un homosexual. Como hombre de mundo, había aprendido a respetar culturas, pensamientos, ideales y demás locuras, siempre y cuando a él no le supusiera un problema. En años anteriores, Alfred había lidiado con sectas satánicas, cazadores de hombres, grupo de feministas radicales… pero nunca  con algo como aquello. El acoso y derribo al que José le sometía empezaba a darle miedo.
    Cada día me das más grima. — espetó la mujer y ayudó a Alfred a levantarse. — ¿Eres incapaz de mantener tus hormonas bajo control?
    Pero llevo tanto tiempo sin hacer nada de nada…
    ¡Está loco Jess! ¡Es la cuarta vez esta semana!— Alfred se incorporó y se sentó lo más lejos posible del joven. Allí donde creía que estaba a salvo.
    Lo sé, lo sé…  — Jess suspiró y observó a ambos hombres: Alfred, sentado en la cama, no era más que un niño. Un bribonzuelo pelirrojo, delgaducho y con los dientes perfectos. Inteligente como el que más, aunque despistado y torpe como un pingüino con raquetas. Y José, de aspecto siniestro con su barba de tres días, sus ojos brillantes y su sempiterna gabardina de cuero. Él era un excelente lector de mapas, y era conocedor de todas las leyendas de la zona. Lástima que su afición por el acoso estuviera siempre a flor de piel.  — Os traigo buenas noticias.
José enarcó una ceja y esbozó una sonrisa sardónica.
    Ya me extrañaba que tardaras tanto con esa pobre yak. — declaró y se cruzó de brazos. El cuero de la gabardina crujió y se tensó.
    Déjate de bromas y escúchame. — Jess acercó una silla a la maltrecha mesa y se acomodó.  — Estamos más cerca de lo que creíamos. He hablado con un par de personas de las granjas del oeste y han coincidido con las del norte. Bael´Thilen existió, pero fue derruida poco antes de la Segunda Guerra Mundial.
Alfred frunció el ceño. Frente a él, José se balanceó en la silla una vez más, enarcó una ceja y dejó que la silla volviera a su posición inicial. El sordo sonido del golpe vibró durante un momento, y luego, se apagó.
    ¿Antes de la Segunda guerra Mundial? ¿Por qué? — preguntó Alfred, claramente confuso.
    Para que Hitler no usara los metales preciosos de la ciudad, es evidente. — intervino José y se inclinó sobre la mesa. La luz de la lamparita de gas tembló suavemente e iluminó el rostro sombrío y pensativo de José.
    ¿Pero qué os hace pensar que el Führer conocía la existencia de Bael´Thilen?
Jess suspiró y se pasó una mano por los cortos cabellos rubios. Sus ojos azules chispearon irritados. A veces se preguntaba dónde estaba la legendaria inteligencia de Alfred. Cierto era que, en ocasiones anteriores, les había salvado el culo… y la cabeza, pero parecía que el frío le embotaba los sentidos más de lo habitual.
    Alfred, a veces dudo que seas parte de nosotros, te lo digo en serio. — espetó la mujer y dirigió su mirada hacia él. Alfred pareció encogerse sobre sí mismo, como si quisiera desaparecer.— Cuando estuvimos en Alemania el año pasado en… ¿cómo se llamaba ese dichoso museo?
    Museum der Bundeswehr Militärhistorisches. — recitó José, con su mejor acento alemán.
    Ése. — Jess asintió y sonrió durante un segundo. Siempre le había gustado el tono oscuro de la voz de José. Hacía que se le erizara la piel.— Mientras tú estabas en el coche, el gay suprahormonado y yo nos colamos por la puerta de servicio y encontramos los archivos secretos. Teníamos sospechas de que los inuit habían tenido tratos con los alemanes poco antes de la destrucción de la ciudad, y fíjate, no nos equivocamos. — la joven se detuvo, más para coger aire que para crear expectación.— Encontramos una carta del puño y letra del Führer en el que exigía saber la localización exacta de Bael´Thilen. Evidentemente,  los inuit se acojonaron y le enviaron una carta con un mapa bastante cutre en el que señalaban la ciudad.
    Este mapa, de hecho. — José sacó de su gabardina un trozo de papel arrugado y se lo tendió al joven. — Hitler envió un destacamento hasta aquí, pero no encontraron nada que pudiera servirles. Habían derruido la ciudad mucho antes de que él llegara.
Alfred asintió con un breve cabeceo, aunque el gesto de su cara no había cambiado, seguía siendo adusto y confuso.
    ¿Nada de nada? — preguntó Alfred finalmente y estudió el mapa con gesto cansado.
    Nada de nada… solo encontraron una cosa, y estamos justo encima.
    ¿Sí? ¿El qué? — Alfred levantó la mirada y suspiró.
    Granjas, Alfred. Granjas.

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