¡Espero que os guste!
#Reto 2
Pautas:
El reto consiste en escribir un relato que recree algún momento de la vida de Jospeh Haydn, ya sea de su infancia, sus años como sirviente, su visita a Londres... pero no a modo de biografía, sino como un relato. También hay que hacer referencia a alguna de sus composiciones.
La picardía de la música
La
música resonaba por la sala con intensidad. Cada compás, cada instante, cada
nota, reverberaba por la habitación, con tanta fuerza y hermosura que todo se
estremecía bajo su lenta caricia. Incluso cuando ésta se tornaba más brusca y
violenta, se veía la belleza implícita en cada movimiento. Era fascinante, como
solo Mozart podía serlo y como solo él mismo podía verle. Quizá otro, más necio
y estúpido, menos sabio y más arrogante pudiera verlo de otra manera. No así
él, que agradecía profundamente el momento en que ambos caminos se encontraron.
Haydn
sonrió, aún desde la puerta. No la cerró tras él, como acostumbraba, sino que
se quedó en el marco, absorto en lo que oía y sin ánimo alguno de
interrumpirle. Solo cuando, diez minutos después, la música se deshizo en
dulces volutas, cerró la puerta.
—No
sé si darte los buenos días o, directamente, la enhorabuena —saludó, con una
sonrisa breve, que fue correspondida por una estentórea carcajada. Después se
acercó a él y le estrechó la mano con fuerza, como hacían cada mañana al verse.
—
Un poco de ambas y mi mañana será perfecta —contestó, burlonamente, mientras
anotaba en la partitura otro conjunto de semicorcheas que, bajo la mirada de
alguien que había convertido su piano en amante, parecían absurdamente fáciles.
—Un
poco... sencilla, ¿no crees? —Haydn se sentó junto a él, utilizando el escaso
espacio disponible para coger la partitura cómodamente. Le dio un codazo para
apartarle, escuchó su gemido ahogado y sonrió, muy complacido consigo mismo—.
Es muy bonita al oído,pero, amigo... como descubran la partitura estás perdido.
Esto parecen los desvaríos de un criajo de teta. No tiene complicación técnica
ni...
—¿Le nozze di Figaro, sencilla? —barbotó,
incrédulo. Acto seguido y movido por la más profunda indignación, le arrancó la
partitura de las manos para acunarlas contra su pecho, como un padre primerizo
que protege su creación—. ¿Y qué me dices de ti? Tú última... melodía, si se le
puede llamar así, tampoco era gran cosa.
Escuchó
su respuesta con una sonrisa ladeada que, de ser de otra manera, se hubiera
tornado en carcajada desde el primer momento. Ver allí, frente a él, la
incomodidad y el desconsuelo de uno de los grandes músicos del momento, se le
antojaba gracioso y absurdo, más aún teniendo en cuenta de que solo había sido
una broma. Precisamente por eso, ahondó más en la herida. Por mera diversión.
—Ah,
Wolfy... —Haydn sonrió al ver cómo se
tensaba al reconocer el apodo por el que su madre, muy cariñosamente, le
llamaba—. Esto no puede considerarse, ni en tus sueños, algo tan complejo como La reina, que, como sabes, es mi
octogésima quinta sinfonía. Quizá deberías aprender de mí —continuó,
burlonamente.
Mozart
se levantó, airado, y guardó las partituras en una carpeta que yacía abandonada
sobre el negro del piano. Después se giró hacia su amigo, insolentemente, con
un brillo en la mirada que desprendía fuerza, determinación. Como si la forma
de una idea hubiera anidado en él durante mucho tiempo y hubiera elegido ese preciso instante para
despertar.
—Bien
—musitó, con su cadente y tranquila voz, ahora convertida en una confusa y
dulce amenaza—. Puede que tengas razón y que tenga que dedicarme a hacer cosas
mucho más serias. Precisamente por eso, amigo... —remarcó esa única palabra con
fuerza, hasta que la sonrisa de Haydn se amplió mucho más, subrayando también
ese gesto burlón tan característico de esa mañana—. Tengo algo que puede
gustarte. Algo que, para tus habilidades maestras, debe ser mortalmente
sencillo. Pero¿qué se le va a hacer? No todos podemos dedicarnos a la música,
¿verdad, Joseph?
—Completamente
de acuerdo. Wolfy.
El
silencio pareció caer como una tormenta de primavera: violento, tenso,
expectante. Durante lo que parecieron horas, y que solo fueron unos segundos,
se vio el reto plasmado en cada mirada, en cada nimio gesto. Se palpó la
rivalidad latente, la superioridad del ego por encima de otros sentimientos más
brillantes.
Fue
el dulce sonido de las hojas al ser removidas lo que se impuso a ese silencio.
Una nueva partitura, sin nombre, sin atención, reposó sobre el atril de madera
que soportaba el resto de melodías.
No
se necesitó de más palabras, ni de más impulsos que llevaran a tocar, a probar
y demostrar, pues los ágiles dedos del pianista se apoyaron sobre las teclas,
dulcemente. El sonido brotó con intensidad, con la fuerza de la magia que
llevaba implícita en cada movimiento. La música resonó de nuevo, llenando cada
rincón de notas que se esparcían con maestría y sencillez. Con demasiada
sencillez.
Haydn
sonrió a cada compás, a cada giro que solventaban sus bien entrenados dedos.
Cada nota era una burla para su intelecto, para su afán de mejorar pues no
había reto en ellas, ni en esa página tan pulcramente creada. Tras él, a pocos
metros, Mozart sonreía con bravuconería, expectante de un final que no tardaría
en llegar.
La
primera página del libreto terminó con la excelencia brindada por los dedos
ajenos a su creador. Y fue entonces, con el inicio de un nuevo compás que nacía de la tinta, cuando Haydn descubrió
un nuevo nivel de técnica. Sonrió, complacido, y dejó que sus manos volaran por
las teclas blancas, con rapidez, con soltura, a pesar de los giros repentinos
de la melodía. Paso a paso, lenta y deliciosamente, la melodía creció y se
expandió, al ritmo vertiginoso que las notas requerían.
Una
gota de sudor resbaló por la mejilla de quien tocaba, breve indicio de que el
reto era eso, una complicación y no solo una broma de quien, hasta ese momento,
creía su amigo. Maldito momento y maldita jugada.
Otra
página cayó, rápidamente y con brusquedad. La música ahora era intrépida,
brusca y lleno de movimientos imposibles que solo alguien con años de práctica
a la espalda podía salvar. Ahora a la derecha, ahora a la izquierda, ahora
semicorcheas en agudo y un acorde de blancas en grave. Un silencio, un
movimiento lento... y otra vez frenesí y locura. Otra vez problemas y delicia,
de nuevo disfrute demencial. Era mágico, sencillamente.
La
breve e intensa sonrisa de Mozart, que se había movido hasta colocarse frente a
él, le indicó que el final estaba cerca. Redobló sus esfuerzos con la
naturalidad que el reto le otorgaba, sonrió precariamente y guió sus manos a
ambos extremos: acorde a la derecha, acorde a la izquierda... y, de pronto, un
obstáculo. Uno insalvable. Imposible. Una única nota, en mitad de la belleza
del canon de gravedad y dulzura. Un solo la,
inclemente, que no podía alcanzar y que, evitaba con su presencia, que
terminara la composición. Su corazón, agitado, bailoteó cruelmente y le hizo
gemir en su fuero interno. No iba a conseguirlo. Nadie podría, en realidad,
pero eso no le daba ningún consuelo. ¡Maldita fuera la estupidez del
compositor! ¿Cómo podía estropear una melodía como esa con un compás imposible
de tocar?
La
música terminó, bruscamente, con un golpe sobre las amargas teclas que
chirriaron en protesta.
—¡Es
imposible, Mozart! —estalló, incapaz de no hacerlo—. ¿Cómo has podido estropear
una sinfonía tan condenadamente hermosa? Te creía inteligente, amigo mío, pero
veo que me he equivocado.
Mozart
sonrió aún más ampliamente, se acercó a él, le dio un amistoso golpe en el
hombro y ocupó el lugar que acababa de abandonar, frente al piano. Después se
humedeció los labios, volvió a la primera página y empezó a tocar, frente a la
atónita mirada de Joseph. Como minutos antes, la música retomó su expansión por
la sala, acostumbrada a sus arremetidas. La magia también regresó, como había
hecho en manos de Haydn. Cada movimiento imitó la perfección, mientras el
tiempo y las páginas pasaban inexorablemente.
De
nuevo, su corazón se estremeció y latió al compás de las notas que vibraban con
intensidad. Movimiento a derecha, movimiento a izquierda... y esa última y
absurda nota que nadie había tocado nunca.
Vio a Mozart mover su mano al agudo, pulsarlo, abrazarlo, mientras el
ronco sonido de las graves brillaba con fuerza. Y fue, en ese preciso instante,
cuando vio que solo alguien como él podía ser tan increíblemente perfecto. Fue
apenas un momento, pero esa nota que nadie quería tocar y que él,
sencillamente, había sido incapaz de acariciar... fue tocada, culminando así la
belleza de la pieza.
—¿Y
bien? —Mozart se giró, con una amplia sonrisa.
—Ignoraba
que con la nariz también se pudiera tocar —siseó Haydn, consumido por la
incredulidad, la ira y la más pura admiración—. ¿Puedes tocar con algo más,
estúpido?
Mozart
rompió a reír, sin poder evitarlo. Después se levantó, pasó un brazo sobre sus
hombros y suspiró, teatralmente.
—Si
te lo dijera, perdería mi magia.
—¿A
eso le llamas magia? —Haydn sonrió, muy a su pesar. Había sido derrotado en su
propio juego y, aunque le costara admitirlo, le gustaba.
—En
realidad...no. Es algo mucho más simple
que eso. —Se detuvo, colocó la partitura con cuidado junto a las demás y cerró
la tapa del piano—. A eso... le llamo picardía. La picardía de la música.
Y
sonrió. Inevitablemente.
Impresionante. Poco más puedo decirte. solo que me ha impresionado. Por un momento he estado a punto de oír el piano. ¡Señor! ¿Qué partitura estaba tocando?
ResponderEliminarHola por aqui:
ResponderEliminarBuenísimo, me ha gustado mucho. Ha sido impresionante ese duelo de genios y esa amistad implícita en cada palabra, cada gesto , por supuesto en cada nota musical.
Enhorabuena
Hola muy lindo y emotivo tu relato me gusto mucho saludos :-)
ResponderEliminar