Capítulo I
E
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ra un
día como otro cualquiera, frío, húmedo y con poca luz. Pero, ¿qué se podía
esperar del tiempo londinense? Y sobre todo allí, tan cerca del río y de la
agitada ciudad.
La joven suspiró
lánguidamente y desvió la mirada de la labor de costura que tenía en las manos:
un bordado que no terminaba de coger forma, pues ella no acertaba a dar más de
tres puntadas seguidas. Sin duda alguna, Rose prefería coser o zurcir. En realidad, prefería hacer cualquier cosa que
fuera realmente útil y que no la frustrara tanto como aquello. ¿Para qué
demonios le iba a servir el saber bordar mariposas en los manteles? Era mucho
más útil saber hacerlos, no dejarlos bonitos. Todo aquello no servía para nada salvo,
quizá, para perder el tiempo.
Rose volvió a suspirar y dejó
que su mirada deambulara por el paisaje urbano que había más allá de la
ventana. Últimamente pasaba todo su tiempo así: intentando bordar alguna
tontería mientras observaba las maravillas de detrás del cristal. Unas
maravillas que ya conocía, no solo por los libros que leía, sino también por
los continuos viajes en los que se había embarcado con su padre.
Y ahora…, después de tanto
tiempo dando tumbos, después de desear con ahínco la estabilidad, Rose
reconocía que echaba de menos todo aquello. Añoraba aquellos días en los que
podía salir a pasear vestida de cualquier manera, sin peinar y con los labios
manchados de frambuesas, esos días en los que su opinión era tan válida como la
de cualquiera, y en los que no importaba si se equivocaba o no. Sí... la verdad
es que echaba de menos su vida anterior y la libertad que la caracterizaba.
—Rose, ¿estás bien? —Una voz
suave surgió tras ella, haciendo que la joven diera un respingo, asustada, y
que dejara caer la labor.
—Eh… sí, claro. Discúlpeme,
padre, estaba distraída. —farfulló rápidamente y recogió el paño sin ganas.
Después lo sacudió y volvió a acomodarlo en su regazo.
—Ya veo. —musitó él a su vez
y volvió la vista hacia sus libros, que poco a poco se amontonaban en la mesita
del estudio. Unos segundos después volvió a mirar a la joven, ésta vez con
curiosidad. Su hija acostumbraba a abstraerse, pero nunca lo había hecho
durante tanto tiempo, ni tan profundamente. Contempló su gesto distraído
durante unos segundos y sonrió—. ¿Seguro que estás bien?
Rose volvió a asentir, ésta
vez más hoscamente, y dejó la labor sobre la repisa de la ventana. Sus ojos, grandes
y oscuros, se clavaron en el hombre que ahora le daba la espalda. Vandor
Drescher: un escritor de renombre conocido en toda Holanda, Francia, y ahora,
allí, en Inglaterra. Inevitablemente, el orgullo y la calidez reverberaron en ella. Gracias al
trabajo de su padre podrían vivir cómodamente durante un tiempo sin tener que
hacer ningún tipo de esfuerzo. Eso no significaba que fueran ricos, ni mucho
menos, pero sí era cierto que no tenían que preocuparse de no tener un plato en
la mesa. Sin embargo, el hecho de que estuviera encerrada en casa también se
debía a él y a esas estúpidas normas que, últimamente, había implantado.
Al recordar ese último
detalle, Rose frunció el ceño y dejó escapar un leve bufido. El éxito que había
tenido Vandor en la sociedad londinense les había puesto en un compromiso. Día
sí y día también ambos eran invitados a múltiples reuniones o a fiestas en los
que primaba la etiqueta y el decoro. Pronto todo esto se convirtió en un
problema ya que, con el paso de los años, Vandor descubrió que la educación de
una adolescente para tales eventos no era algo sencillo.
A decir verdad, Rose nunca
había dado problemas en cuanto al aprendizaje. Era una Drescher, y eso
significaba inteligencia, buena disposición y memoria. Sin embargo, la pequeña
también poseía un carácter fuerte, tenaz, orgulloso y, a menudo, terriblemente
difícil. Sus padres lidiaron con sus defectos como pudieron pero, al vivir en
un pueblo donde escaseaban los recursos, Rose creció con una inusitada
libertad.
Sin embargo, la auténtica
odisea empezó tras la muerte de la señora Drescher durante una epidemia de
gripe. Vandor, aunque idolatraba a Rose, su pequeña, nunca había actuado
realmente como padre y tutor así que, cuando su mujer murió, los problemas se
acentuaron enormemente.
Rose sacudió la cabeza al
recordar cómo toda su vida había cambiado en apenas un par de meses. A pesar de
que ella era muy pequeña, fue plenamente consciente del sin vivir de su padre:
por un lado, la agonía de no tener a su mujer a su lado, y por otro… la alegría
que le había supuesto enterarse de que se había convertido en una celebridad en
Holanda. Eran demasiadas cosas y, evidentemente, no podía con todo. Era
imposible mantener viva a su familia y aún así tener buenas relaciones con
ella. Por eso mismo, y aunque le dolió hacerlo, decidió contratar a una nodriza
que se hiciera cargo de su hija mientras él viajaba.
Al principio solo lo hizo a
ciudades cercanas, a dar pequeñas conferencias o a firmar algunos ejemplares y,
según pasaba el tiempo, lo hizo a ciudades más lejanas e incluso a la capital,
donde permaneció durante meses. Su éxito subió como la espuma y poco a poco su fama se extendió a los países vecinos,
llegando a Francia e Inglaterra en poco tiempo. El dinero empezó a correr a
manos llenas y eso terminó de convencer a Vandor para que se dedicara profesionalmente
a la literatura, aunque eso supusiera pasar aún menos tiempo en casa.
Mientras tanto, Rose creció
de mano de su nodriza que, debido a su origen humilde, fue incapaz de enseñarle
nada de protocolo o etiqueta, pero sí otras cosas como coser o administrar una
casa decentemente. No obstante, aquellas enseñanzas que eran tan útiles para
otras mujeres, no servían de nada en la alta sociedad. Rose sabía coser,
cocinar, hablar de literatura y caballos…, pero era incapaz de acatar normas,
de no decir todo lo que pensaba, y de soportar las injusticias de ser mujer.
Era, precisamente, el tipo de mujer que más destacaría en la aristocracia.
Así pues, cuando Vandor recibió su primera
invitación para ambos a una de esas fiestas, se vio obligado a declinarla
alegando que su hija se hallaba indispuesta. Esa fue la única manera de evitar
las habladurías que podían empañar su recién adquirido nombre y fama.
Finalmente, tras recapacitar
mucho, Vandor decidió que sería buena idea ampliar los conocimientos de Rose:
le enseñó varios idiomas, aritmética, filosofía y poesía, suponiendo que eso
era lo que le abriría las puertas de la sociedad. Pero se equivocó. Cuando
Vandor recibió una segunda invitación, se dio cuenta de que nada de lo que le
había enseñado servía sin algo, que él, como hombre, no necesitaba de manera
tan acuciante: modales y etiqueta.
Fue una velada bochornosa en
la que Rose se equivocó con la cubertería, discutió con uno de los lores sobre
caballos, y donde tuvo que soportar muchas carcajadas a su costa. Por primera
vez Rose sintió el amargo sentimiento de
la humillación. Y decidió que no volvería a pasar por ello.
Poco a poco, impuso su empeño
en aprender las bases de la sociedad. Al principio fue gracias a los libros que
su padre le traía y, después, fue el mismo Vandor quien se empeñó en ayudarla. Se había dado
cuenta de lo equivocado que estaba y no iba a permitir que su hija creciera sin
esperanzas de encontrar un buen marido por un error que era solo suyo. Al menos
no si él podía evitarlo.
Pasaron los meses y con ellos,
las estaciones. Rose seguía aprendiendo, practicando y perfeccionando sus
modales hasta que, de pronto, no tuvo nada más que aprender. Había cumplido los
dieciocho años y ya podía decirse que casi era una dama. Solo necesitaba una
presentación en sociedad apropiada... que no tendría lugar hasta la siguiente
temporada londinense. Aún quedaban unos meses para que ésta se inaugurara, así
que Rose, muy a su pesar, tendría que quedarse
en casa hasta que su padre organizara una pequeña recepción que la convertiría
oficialmente en una dama.
—Padre, son casi las doce. —comentó
Rose con toda la sutileza que pudo. Siempre era mejor tantear el terreno antes
de hacer nada, especialmente si se tenía algo "poco correcto" en
mente—. ¿No sale hoy a pasear? —preguntó, sabiendo que, según la costumbre de
su padre, quedaban pocos minutos para que se cansara de sus libros y saliera a
tomar el aire. Un paseo que siempre duraba una hora. Una maravillosa hora de
libertad.
Vandor levantó la cabeza y
miró el reloj de pared. Su gesto reflejó sorpresa y se levantó de inmediato
mientras ordenaba un enorme fajo de papeles.
—¡Vaya! No pensé que fuera
tan tarde. —musitó y se acercó a la joven para darle un ligero beso en la
coronilla—. Dile a Dotty que prepare algo de comer.
Rose sonrió satisfecha, pero
se obligó a no moverse de la silla y no dejar entrever su entusiasmo. Aún era
pronto y no quería levantar sospechas que pudieran suponerle un problema para
después.
—Como desee. —contestó con
docilidad y esperó a que su padre se girara. Su sonrisa pícara se amplió en
cuanto lo hizo.
Vandor echó una última mirada
a su hija, que había vuelto a coger su labor, y asintió conforme. Estaba muy
orgulloso de su buen comportamiento, ya que sabía que ésa era una de las
cualidades que más se valoraban en una mujer casadera. Sonrió, cogió su gastado
sombrero de copa y su abrigo y, tras echar una última mirada a la habitación,
se marchó. Definitivamente, su hija, ésa que había sido rebelde y obstinada, se
había convertido en una auténtica dama.
—¡Por Dios! ¡Ya iba siendo
hora!—farfulló y se levantó. Un par de mechones rojizos se soltaron del moño y
cayeron sobre su rostro.
Frustrada, puso los ojos en
blanco, resopló y los colocó tras la oreja con impaciencia. Ya tendría tiempo
de peinarlos después, cuando llegara a casa. Y si no lo hacía… bueno, ya encontraría
una excusa apropiada que explicara por qué iba tan despeinada. Seguro que tenía
alguna guardada en su repertorio. La joven se estiró, precisamente como no
tenía que hacerlo, y subió a su habitación tan rápido como le permitían sus
pies. Su hora de libertad acababa de empezar y ella valoraba mucho ese tiempo.
Eran los únicos momentos en los no tenía que mentir para agradar, ni fingir que
estaba a gusto con la vida que llevaba.
Tras colocar el bordado en el
cajón de la cómoda del saloncito, Rose pasó como un huracán por su habitación,
de donde cogió un sombrerito y un velo de gasa, además de un pequeño monedero.
Después, cuando se aseguró de llevarlo todo, esquivó a un par de criados que
deambulaban por la habitación de su padre y se escabulló hacia la puerta
trasera de la cocina.
En su fuero interno sabía que
lo que hacía no estaba bien. Que su padre montaría en cólera si se llegaba a
enterar de sus continuas escapadas. Quizá por eso le gustaba tanto hacerlo...
Porque era una manera de sentirse viva, de recuperar la rebeldía que tantas
veces había guiado su vida. Quizá también era para llamar la atención de su
padre, para que éste se diera cuenta de que aquella situación no era lo que
ella deseaba. Rose quería libertad, no vivir entre aquellas cuatro paredes, y mucho menos casarse para terminar viviendo en
el hogar de otro hombre.
Rose tomó aire y desechó las
sombras de sus pensamientos. Quería vivir. Simplemente.
Tras unos minutos de
vigilancia constante y nerviosa, la joven consiguió despistar a su vieja
nodriza que, para cuando quiso darse cuenta de lo que había ocurrido, Rose había vuelto a marcharse.
o
El mercado de los domingos
siempre era una buena opción para comprar muebles de corte clásico, baratijas y
exquisitas piezas traídas de América. O por lo menos eso querían hacer creer
los mercaderes, que llenaban la plaza con sus gritos y ofertas.
Marcus echó un vistazo a uno
de los puestos del centro de la plaza, valorando rápidamente la calidad de la
madera de un arcón oscuro decorado con delicadas filigranas de plata.
—¿Madera de nogal? —preguntó
sin alzar la voz, más atento al baúl que al mercader.
Éste sonrió con
autosuficiencia, casi con impertinencia, y se acercó.
—Por supuesto, señor. Esta
hermosura viene de los nogales centenarios del centro de Europa. —contestó
alegremente y dio un par de fuertes golpes en la madera.
—Ya veo. —murmuró Marcus a su
vez y pasó una de las manos por la filigrana central del arcón. No tardó en
darse cuenta de que aquello no era plata, sino una baratija muy parecida.
Suspiró quedamente y se agachó mientras se preguntaba cuánto tardaría en
cambiar la filigrana por plata real—. ¿Cuánto?
—Cuatrocientas libras, sire.
Al oír el precio Marcus
enarcó una ceja y clavó su inquisitiva mirada en el mercader. No iba a permitir
que nadie se riera de él. Al parecer, el comerciante también pareció darse
cuenta porque se retractó rápidamente.
—Pero por ser usted, milord,
lo dejo en doscientas cincuenta.
—Mucho dinero por un arcón
que tiene de madera centenaria lo que yo de santo, y que tiene de plata lo que
yo de mujer. —Bufó él y, como siempre que algo rondaba por su cabeza, se pasó
una mano por el pelo, que ya rozaba la mitad de su espalda. Después dejó
escapar el aire, lentamente—. Ciento cincuenta libras y te estoy dando mucho.
—Pero, sire… —protestó el
hombre, aunque tras enfrentarse con la decidida mirada de Marcus optó por
guardar silencio y asentir.
Marcus sonrió satisfecho y
recogió el bastón que había dejado en el suelo. Después se incorporó y sacó su
cartera, de la que extrajo la cantidad convenida. No pudo evitar un quedo
suspiro al ver como desaparecía su dinero a manos del mercader, pero sonrió al
ver como dos de sus sirvientes cogían el arcón y lo llevaban a su carruaje.
—Siempre es un placer hacer
negocios contigo, Josh. —Marcus sonrió e hizo un breve gesto de despedida antes
de girarse y volver a mezclarse con el gentío.
A esas horas la plaza rebosaba
de actividad. El mercado, la misa que acababa de terminar y el buen tiempo,
hacían de aquel lugar un excelente punto de reunión... a no ser que fueras de
ésos que preferían un poco de calma.
Tras la compra, Marcus se
alejó del gentío y continuó caminando por las calles cercanas al mercado. Sus
pasos le llevaban aparentemente sin rumbo ya que, en aquellos momentos era
incapaz de fijarse en nada. De pronto, sintió algo chocar contras sus rodillas:
un niño pequeño, lleno de hoyuelos y con las mejillas sucias, que ni siquiera
le miraba. Marcus se detuvo bruscamente y siguió con la mirada al pequeño
cuando éste se apartó de él. El chiquillo le sonrió de manera traviesa y
desapareció tras las faldas de una mujer, que lo regañó severamente.
Marcus sonrió ampliamente y
sacudió la cabeza. Después aceptó las disculpas de la mujer llevándose una mano
al borde de su sombrero de copa.
Niños...
En realidad, nunca había
reconocido lo mucho que deseaba tener uno. El tiempo pasaba y, aunque se
resistía a ello, ya empezaba a pensar que ese momento nunca llegaría. Sabía que
aún no era tarde, si Amanda se quedaba embarazada…, Marcus sonrió brevemente
ante esa posibilidad y observó al pequeño hasta que desapareció tras una
esquina.
Amanda, su mujer, era una
belleza inglesa, rubia, esbelta y de ojos claros. Era algunos años más joven
que él y adoraba el lujo y la buena vida. A él no le importaban sus caprichos, ni
algunas de sus excentricidades, ni siquiera el hecho de que se pasara la vida
de fiesta en fiesta. A fin de cuentas, con el paso de los años, uno terminaba
por acostumbrarse. Era cierto que, al principio, su matrimonio había sido
únicamente de conveniencia, pero no había salido del todo mal. Transcurrido un
tiempo desde la boda había surgido entre ellos no solo una buena amistad, sino
también un cariño dulce y sincero que ya había solventado muchos problemas.
Marcus frunció el ceño
levemente y giró la cabeza para buscar a su mujer, que había desaparecido tras
un puesto de telas. Al no verla por la zona su incomodidad aumentó y se giró
para buscarla, pero se relajó en cuanto la vio de espaldas, un poco más allá.
No quería que le pasara nada y no podía evitar cierta sensación de malestar
cuando estaban en un sitio tan concurrido. Sabía que a ella tampoco le gustaba
así que mandó a uno de sus criados para que se quedara cerca de ella. Hombre prevenido vale por dos, pensó y
continuó con el paseo.
El mediodía de un domingo no
era un momento favorable para pasear. No había nada parecido a la calma, ni
siquiera a la estabilidad. Solo había risas y gritos, olores vibrantes y algunos
desagradables, miradas torvas y sonrisas breves. El domingo era el día perfecto
para observar a Londres en su pleno apogeo.
Marcus tomó aire lentamente
al sentir como la muchedumbre se cerraba en torno a él. Decidió alejarse poco a
poco, aunque para ello tuvo que saludar a todos los conocidos que le detenían.
Como siempre, esbozó una sonrisa perfectamente ensayada y se deshizo de ellos
con habilidad y educación. A pesar de pertenecer a la aristocracia, Marcus no
era como el resto. Disfrutaba de su posición, por supuesto, pero no veía la
vida como lo hacían los demás. Para él, las fiestas, las cacerías y las
carreras de caballos solo eran una diversión pasajera, y no una forma de vida.
Por el contrario, él prefería quedarse en casa con el fuego encendido, con un
buen libro y una copa de brandy. Eso, y hacer el amor con su mujer durante
horas. Sin embargo... esa última costumbre se daba cada vez menos, ya que, con
el tiempo Amanda se había vuelto muy fría y apática en según qué aspectos.
Tras una última sonrisa, Marcus
consiguió desembarazarse de una pareja de lores y se alejó hasta el otro lado
de la calle. Al sentir que tenía su espacio de nuevo cerró los ojos, se estiró
y suspiró profundamente. De pronto, sintió algo chocar contra él y escuchó una
maldición. Inconscientemente, Marcus estiró los brazos para evitar que la joven
que le había golpeado, cayera.
—¡¿Pero qué demonios?!
—Marcus dio un paso hacia atrás, sorprendido, pero no la soltó.
—¡Dios mío! —Rose se llevó
las manos a la boca, sorprendida.
Durante
unos segundos no dijo nada, pero dejó que su mirada vagara por el hombre con el
que acababa de chocar: ojos azules, barba de tres días, alto y con una sonrisa
ladeada que hizo que la joven se ruborizara y volviera a la realidad
—Eh, vaya. Lo siento mucho, no
lo vi.
Marcus soltó a la joven, recogió el bastón del
suelo y se apoyó en él.
—¿Se encuentra bien?—preguntó solícito y
observó el rostro ruborizado de la muchacha. Se encontró con unos ojos muy
bonitos, oscuros y cálidos que en seguida le gustaron.
—Claro. ¿Y usted? —contestó ella precipitadamente,
sin pensar en el protocolo y en los modales. Cuando se dio cuenta de lo que
acababa de hacer, hizo una mueca de disgusto y volvió a empezar, aunque su tono
se volvió un tanto sarcástico—. Quiero decir… sí, me encuentro muy bien, como
nunca en mi vida. Gracias por preguntar, señor.
No pudo evitarlo, de ninguna
manera. Marcus miró a la joven con curiosidad y con la sombra de una sonrisa
dibujada en sus labios. Abrió la boca para decir algo pero, en ese momento, una
ráfaga de aire arrancó el sombrerito de manos de su dueña.
—¡Mierda, mi sombrero!
—maldijo Rose e hizo amago de salir corriendo hacia él. Y lo hubiera hecho si
Marcus no le hubiera cogido de la muñeca, dejándola tan sorprendida como para
que se quedara completamente quieta.
—¡Edward, el sombrero!—ordenó
y lo señaló con el bastón mientras se acomodaba la levita.
Después miró a la joven,
verdaderamente intrigado. Era la primera vez que escuchaba la palabra “mierda”
en labios de una mujer, y había sido una experiencia muy curiosa.
Momentos después, el
mayordomo de Marcus se acercó con la prenda, casi en perfectas condiciones.
Marcus lo cogió y tras retirar un par de hojas que lo cubrían, se lo tendió.
—Mis más sinceras disculpas,
señorita, pero no esperaba verme tan agradablemente asaltado.—Sonrió suavemente
y se llevó una mano al borde de su sombrero.
—Disculpas aceptadas, pero yo
tampoco esperaba verme asaltada. —contestó ella a su vez y correspondió a su sonrisa.
Después devolvió el sombrero a su lugar y se acomodó el velo de gasa sobre su
rostro—. ¿Está usted bien?
—Perfectamente. —Marcus
sonrió para sí y apoyó ambas manos en el bastón, una sobre la otra—. Solo ha
sido un golpe. Creo que sobreviviré a ello—. Su sonrisa se hizo más amplia y,
en cierta manera, burlona—. ¿Puedo preguntarle a dónde iba con tanta prisa,
señorita…? —Se detuvo y esperó a que ella terminara la frase.
Normalmente Marcus no se
interesaba por todas las personas con las que se topaba a lo largo de un
domingo. De hecho, era precisamente lo contrario y pasaba por la plaza como un
huracán que tenía prisa. Pero en aquella ocasión, su curiosidad se encendió tan
deprisa como un reguero pólvora.
—Drescher. Señorita Drescher.
—contestó Rose y enarcó una ceja. No podía dejar que una cara bonita la dejara
sin habla, así que trató de cambiar las tornas y ser ella la que le dejara sin
aliento a él—. ¿Y usted se llama…?
—Marcus Meister. —respondió
lentamente y esperó a que ella reconociera su apellido. Al ver que su gesto se
oscurecía por la preocupación, sonrió—. Es un placer, señorita Drescher.
Rose hizo una torpe
reverencia y también sonrió, pero no con la misma naturalidad que antes. Sus
movimientos parecían más forzados, y eso divirtió al duque. A fin de cuentas,
seguía siendo la misma persona con la que la joven había chocado.
—Lo mismo digo, milord.
La frialdad de sus palabras provocó en él un
intenso vacío. ¿Por qué siempre ocurría lo mismo? En cuanto mencionaba su
título, todo a su alrededor se transformaba. Marcus suspiró, decepcionado y
observó a la joven que se incorporaba. No tenía nada de la belleza clásica,
pero no podía negar que le parecía muy hermosa. Su pelo rojizo y su piel blanca
hacían una combinación inusual y atractiva. Incluso la sinceridad de sus ojos
le parecía interesante.
—¿Ha dicho Drescher? ¿Cómo el
escritor?— preguntó, con curiosidad. Recordaba haber leído alguna de sus obras,
pero no que tuviera una hija.
—Exactamente como él, milord.
De hecho, es mi padre. —Sonrió brevemente, como había ensayado tantos tantas
veces, pero tuvo que contenerse para no fruncir el ceño.
Rose adoraba a su padre y
todo lo que él hacía, pero odiaba que la gente solo la conociera por él. Desde
que se marcharon de Holanda, Rose pasó de ser “Rosalyn Drescher” a “la hija del
señor Drescher”. Como si se tratara de una mascota o algo peor.
—Perdone mi ignorancia, pero
no sabía que Vandor Drescher tuviera una hija.
La joven chasqueó la lengua,
molesta, y tomó aire para relajarse. Aquel momento no era el ideal para dejar
salir todos sus demonios.
—Poca gente lo sabe, milord.
—contestó y trató de sonreír con amabilidad. Mentalmente repasó todas las
normas de la buena cortesía para no parecer descortés—. Así que no se preocupe,
es perfectamente normal que no me conozca.
Marcus sonrió de medio lado,
divertido. Aquella mujer no tenía pelos en la lengua, y parecía no tener
problemas para decir lo que pensaba. Era fascinante y extrañamente atrayente.
En ese momento, el repiqueteo de las campanas de la iglesia le hizo reaccionar
y salir de su ensoñación.
—Vaya, creo que estoy siendo
muy maleducado, señorita Drescher. Si mal no recuerdo, usted tenía prisa por ir
a algún lado, y yo la estoy entreteniendo. —dijo, no sin pesar, y sacó un reloj
de plata de uno de los bolsillos del chaleco. Cuando vio la hora, suspiró—. Y
ahora que lo pienso, yo también debería irme…—murmuró y miró a los lados de la
calle, buscando a alguien. Su gesto se relajó al ver que una mujer, rubia y muy
hermosa, se acercaba.
—Marcus, creí que te habías
perdido otra vez entre los libros. —protestó la mujer y miró a su marido con
reprobación—. Edward me ha dicho que has comprado otro mueble…, por favor, dime
que es una broma.
A modo de contestación Marcus
suspiró, puso los ojos en blanco y carraspeó. Amanda enarcó una ceja y fijó su
mirada en Rose, que aún no se había movido de donde estaba.
—¿Con quién hablas,
querido?—preguntó, esta vez de manera encantadora. A su espalda, Marcus contuvo
un bufido y se adelantó para hacer las presentaciones.
—Ella es la señorita
Drescher.
Amanda miró a la joven de
abajo arriba durante unos momentos, hasta que se encontró con sus ojos,
cargados de frialdad. Sorprendida, parpadeó rápidamente y sonrió con aparente
amabilidad.
—¿Drescher? ¿Cómo el
escritor?
—Exactamente, milady. Vandor
Drescher es mi padre. —contestó Rose y le devolvió la sonrisa.
—Entiendo.
Marcus carraspeó suavemente y
miró a su mujer.
—Señorita Drescher, ella es
lady Meister. —Sonrió brevemente, solo para Rose—. Mi adorable mujer.
Tal y como rezaban las
costumbres, Rose hizo una discreta reverencia y continuó sonriendo de manera
forzada. En su vida había visto tanta falsedad junta, y no podía decir que se
sintiera cómoda. De hecho, casi sentía repugnancia, no solo por ellos, sino
también por ella misma.
—Un placer. —contestó, más
por el hecho de ser educada que porque sintiera alegría al verla.
—Creo que tenemos alguna obra
de su padre en casa. —Amanda sonrió con ligereza y miró a Marcus de reojo—. Son
los libros que Marcus lee cuando se fuga de sus compromisos sociales.
—Amanda…—advirtió el duque
con voz suave pero firme.
—Marcus, reconoce que tengo
razón. Siempre que entro al estudio estás rodeado de libros o de alguno de tus
condenados mapas. —Amanda miró a Rose, exasperada—. Ya no sé qué hacer con él.
No consigo que se quede en mis reuniones más del tiempo estrictamente necesario.
Tras escuchar las críticas de
la duquesa acerca de los libros y los mapas que tanto gustaban a la joven, Rose
dejó escapar un bufido incrédulo, que disimuló rápidamente con una tos.
—Sí, menudo horror. —contestó
con ironía y miró a Marcus, que le sonreía gratamente sorprendido.
Amanda miró a Rose con
frialdad, consciente de la complicidad que tenía con su marido, pero continuó
sonriendo.
—Pero se me ocurre una manera
perfecta para que te quedes en la reunión del sábado. ¿Qué te parecería invitar
a la señorita Drescher y a su padre?
Rose abrió mucho los ojos,
sorprendida.
—Yo…
—Es una estupenda idea,
Amanda. Creo que la mejor del día. —Marcus sonrió a su mujer y luego desvió la
mirada a Rose—. Sería un honor que nos acompañara el sábado, señorita Drescher.
—Será un placer acudir a su reunión, lady Meister. Aún no puedo confirmarle
nuestra asistencia ya que…—Miró a Marcus de reojo y esbozó una sonrisa
traviesa—. …como milord puede saber, mi padre es una persona horriblemente
ocupada. Pero estoy segura de que aceptará, una invitación como ésta no se
recibe todos los días.
Amanda aplaudió suavemente, y
esbozó una amplia sonrisa.
—Perfecto, entonces.
—Mandaremos las invitaciones
esta semana.—Marcus sonrió a la joven, claramente animado ante la idea de
charlar con alguien que fuera tan afín a él—. Si su padre no puede asistir
bastará con que la decline. Pero al menos me gustaría contar con su presencia,
señorita Drescher.
La joven sonrió, complacida
ante el hecho de que él prefiriera su compañía a la de su padre. Una oleada de
felicidad y agradecimiento recorrió su espina dorsal y se acomodó en su pecho.
—Será un placer asistir si el
tiempo me lo permite, milord. Pero ahora… —Rose miró al inmenso reloj de la
plaza, preocupada—. Creo que debería marcharme. Mi nodriza estará buscándome y
no creo que esté de especial buen humor, así que si me disculpan… —Rose hizo
una reverencia a modo de despedida y se alejó caminando hasta estar fuera de su vista.
Después, se giró y salió
corriendo, ya que sabía que llegaba tarde. La hora de paseo de su padre terminaba en unos minutos, y ella… estaba muy
lejos de casa.
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