PRÓLOGO
C
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uando Emily Lane recibió la carta de su madrastra,
supo que sus cuatro años de paz habían terminado. Sabía que tarde o temprano
tendría que regresar a casa, pero siempre había deseado que ese momento se
retrasara, al menos, un poco más.
—¿Em? ¿Estás bien? —Sophie
miró a su amiga y se acercó, preocupada. Era la primera vez que veía a Emily
tan pálida y tan sumamente callada.
—Sí, gracias —contestó
ella de manera automática y dobló la carta con cuidado de no arrugarla—.Tengo
que ir a hacer las maletas, Sophie. ¿Podrías disculparme con las demás?
Sophie contempló a la
joven durante unos breves segundos y asintió, pesarosa. Era la segunda amiga
que se marchaba de la academia ese mes. Era completamente lógico, por supuesto,
ya que la nueva temporada londinense estaba a punto de inaugurarse y todas las
jovencitas tenían que regresar a sus hogares.
—¿No vas a despedirte de
ellas, Em?
Emily se detuvo en seco y
se giró hacia su amiga. Sus ojos azules chispearon con tristeza, pero no
llegaron a humedecerse. Sabía que tenía que despedirse de las demás, pues
habían sido su familia durante el tiempo que llevaba allí. Pero, el hecho de
pensar que no volvería a verlas, se le hacía muy difícil de digerir. Quizá por
eso prefería dar el asunto por zanjado lo antes posible.
—No quiero que lo pasen
mal —contestó con sencillez y suspiró—.Cuando llegue a casa las escribiré y me
disculparé.
—Pero, Em…—insistió Sophie
y la cogió de la mano para evitar que se marchara—. No te van a perdonar que te
vayas así como así. Sabes que será solo un momento.
—Un momento muy duro para
todas—repuso ella y relajó los hombros. Después estrechó la mano de Sophie con
cariño y asintió—. Tendré que ir a por pañuelos.
Sophie sonrió con
satisfacción y tiró de la joven hacia la puerta del saloncito. Conocía bien a
Emily y sabía que si la dejaba sola un momento, se escaquearía. La escuchó
bufar tras ella, y no pudo evitar reír entre dientes. Al parecer, Emily había
llegado a la misma conclusión, y no parecía hacerle demasiada gracia.
o
La Academia para Señoritas
Rosewinter llevaba abierta más de cincuenta años. Era una institución de pago
de alto renombre, famosa por su enseñanza de los buenos modales. Allí acudían
las hijas de los aristócratas europeos y regresaban convertidas en excelentes
modelos de conducta femenina.
Emily llevaba inscrita en
Rosewinter desde que tenía trece años. Aún recordaba el largo viaje hasta
Escocia, y la sensación de abandono que había sentido cuando su padre se
marchó. En aquellos momentos solo pudo hacer pucheros y preguntarse qué había
hecho mal. No entendía qué podía haber pasado para que su padre la encerrara
allí pero tenía que haber sido muy grave. Quizá si se portaba bien podría
volver pronto a casa, pensó y dejó de hacer muecas de inmediato. Cuando minutos
después la señorita Hersten apareció para convencerla de que la academia no era
tan mala como ella pensaba, se encontró con una niña sumisa y muy tranquila,
que deseaba empezar las clases de inmediato. No era la primera vez que ocurría,
así que la señorita Hersten no dudó en llevarla a una de las reuniones de
práctica.
El primer año de academia
fue muy duro para Emily. Rosewinter era un lugar solo para mujeres y eso hacía
que se compitiera prácticamente por todo. Pronto se dio cuenta de que si quería
encajar con las demás muchachas tendría que aplicarse en todo lo que hiciera,
fuera lo que fuera.
Las clases eran largas y
monótonas, pero Emily aprendió a disfrutarlas. Por las mañanas bordaba y
practicaba el arte de la conversación. A media mañana, las alumnas estudiaban
protocolo y aprendían historia. Una hora más tarde, en la comida, las lecciones
continuaban y se centraban en los modales en la mesa. Después, todas las
jóvenes iban a descansar hasta las cinco, hora del té, donde leían en voz alta y
en diferentes idiomas. Por la tarde, antes de las siete, iban a montar a
caballo. Tras la cena, todas se reunían en uno de los saloncitos para relajarse
de las tensiones del día. Fue allí donde Emily conoció a Sophie, hija de un
conde francés, o a Joseline, sobrina de un marqués inglés. Las tres tenían la
misma edad, y no tardaron en congeniar. Poco a poco su círculo de amistades se
amplió pero a ellas siempre les guardó un lugar especial en el corazón.
—¿Te marchas? —Joseline
jadeó horrorizada y se tapó la boca con ambas manos.
Tras ella la señorita
Cless frunció el ceño y carraspeó. Durante un momento las tres amigas callaron,
hasta que su profesora volvió a girarse.
—Mi madrastra cree que ya
es hora de que regrese —contestó Emily con suavidad y se encogió de hombros. No
quería hacer un drama de todo aquello. La decisión estaba tomada y nada podía
cambiarla—. Vosotras también tendréis que regresar pronto.
Esta vez las tres callaron
por propia voluntad. El suave rumor de las declinaciones latinas resonó por las
paredes, lo que no sirvió para levantarles el ánimo.
—Por lo menos verás a tus
padres, Em. No todo es malo. —La consoló Sophie y sonrió. Sus finos labios se
curvaron hacia arriba e iluminaron su rostro, pequeño y redondo.
—No estoy muy segura de querer
verles —confesó ella y clavó la mirada en un punto indeterminado de la
mesa. Uno de los cuidados rizos rubios
se agitó y amenazó con estropear su complicado peinado, pero Emily se aseguró
de que permaneciera en su sitio. Ese era otro de los reflejos que había
adquirido en la academia ya que la elegancia era un pilar clave de su
educación.
—No digas eso. —Joseline
frunció el ceño y escribió algo en su hoja de papel— Son tus padres.
Emily esbozó una sonrisa
divertida y negó con la cabeza.
—Unos padres que no se han
dignado en venir a verme en el último año y medio. Me pregunto si serán capaces
de reconocerme en la recepción. —dijo y dejó escapar una suave carcajada.
Tanto Joseline como Sophie
sonrieron. Era verdad que Em había cambiado. Cuando llegó a Rosewinter era una
niña que no destacaba ni física, ni mentalmente. Sin embargo el tiempo había
jugado en su favor y la había transformado por completo.
—Imagínate que no lo
hacen. —Rió Sophie y sacudió la cabeza. Sin embargo, al escuchar el ronco
sonido de la campana su sonrisa se borró, al igual que las de Joseline y Emily—
¿Cuándo tienes que irte?
—Si puedo, esta misma
noche. ¿Por qué tan pronto?— intervino Joseline y se levantó junto a las demás
para salir del aula— ¿No puedes posponerlo un poco?
Emily frunció el ceño y se
encogió de hombros.
—Mi madrasta ha insistido
mucho en que sea esta noche. Pero no tengo ni idea de por qué.
—Entonces te ayudaremos a
hacer las maletas —decidió Sophie y se encaminó al lado oeste de la mansión,
allí donde se situaban las habitaciones de las alumnas de último curso—. Así
pasaremos más tiempo juntas antes de… bueno, eso.
—Puedes decir que me voy,
no es el fin del mundo. —Emily sonrió forzadamente y siguió a sus dos amigas.
No tenía ni idea de cuándo volvería a verlas, y aunque intentaba por todos los
medios no pensar en ello, sentía que la presión en su pecho iba creciendo poco
a poco.
El pasillo que recorrían
cada día les pareció más corto que de costumbre e incluso tuvieron la sensación
de que las escaleras tenían menos escalones. La partida de Emily era
inevitable, y todas lo sabían. Sin embargo no se dejaron llevar por la
melancolía. Si algo caracterizaba a aquel trío era su facilidad por cambiar las
cosas, por encontrar algo bueno en todas las situaciones.
Pronto se vieron
empaquetando vestidos y medias, zapatos y joyas, y todo lo que tenía Em en la
habitación, mientras rememoraban sus cuatro años de amistad. Había muchas cosas
sobre las que hablar, tantas, que cuando se dieron cuenta el sol había
desaparecido.
Emily suspiró y miró a su
alrededor. Las maletas se amontonaban junto a la puerta de su habitación, donde
se había reunido un grupo de curiosas. Sonrió, se acomodó el vestido hasta que
no quedó una sola arruga y mandó buscar a un mozo que la ayudara a llevar todo
al carruaje que ya habían preparado para ella.
Por lo visto, la directora
de la Rosewinter, la señorita Flynn, ya se había encargado de todo.
Emily se marchaba y ya, no
había vuelta atrás.
Capítulo I
G
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eoffrey
gruñó por lo bajo e intentó ajustar el nudo de su corbata. No tuvo mucho éxito, por lo que maldijo, tiró la ésta sobre la
cama y dio un trago a la petaca que había sobre la mesa. El alcohol del brandy
abrasó su garganta durante un momento y calmó el violento temblor de sus manos.
Después abrió el armario y buscó otra corbata entre la poca ropa que le
quedaba.
Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien le había invitado a una
reunión social. Si mal no recordaba… casi un año. Exactamente desde la boda de
sus mejores amigos. Era impresionante lo rápido que pasaba el tiempo. Parecía
que la boda hubiese sido ayer… Geoffrey suspiró con melancolía y terminó de
vestirse. Metió la camisa blanca por dentro de los pantalones y se colocó el
chaleco azul celeste de manera que no hubiera ni un solo pliegue fuera de
lugar. A fin de cuentas iba a una reunión de aristócratas y no a un bar
cualquiera.
Geoffrey
sonrió para sí con nerviosismo y bajó las escaleras ayudándose de su bastón,
aunque aún no se acostumbraba a llevarlo. Después escogió una botella de la
despensa, la descorchó y vertió parte de su contenido en la petaca. Siempre
venía bien ir preparado... Nunca sabía cuándo iba a necesitar un trago, así que
prefería llevarlo encima. Marcus no estaba de acuerdo, por supuesto, pero ahora
que estaba casado tenía otros problemas en los que pensar.
El
reloj de pared dio las ocho y, en ese momento, la puerta de su casa se abrió.
Uno de sus criados, uno de los pocos que le quedaban y que ahora hacía de
mayordomo y cochero, entró y le sonrió pausadamente.
—Está
todo listo, milord.
—Perfecto,
James —contestó y se acomodó un mechón de pelo rubio tras la oreja. Desde la
guerra había descuidado más su aspecto y se había dejado el pelo por los
hombros. Sabía que iba a llamar la atención de todos modos, y así gastaba menos
dinero en tonterías y más en brandy.
James
esperó a que Geoffrey saliera de la casa y subiera al carruaje. Éste no era el
mejor del mundo y era evidente que había pasado épocas mejores. Pero era el
único que les quedaba, al menos hasta que Geoffrey se decidiera a venderlo
también. James sacudió la cabeza y subió al pescante. Después se abrigó todo lo
que pudo y espoleó a los caballos en dirección a la propiedad de los Laine, Whisperwood, donde tendría lugar la
fiesta.
Tardaron
muy poco en llegar, ya que su destino estaba prácticamente en mitad de Londres.
Era un caserón muy elegante y, en aquellos momentos, estaba lleno. Como era
costumbre en aquel tipo de celebraciones el patio delantero estaba lleno de
carruajes y de caballos que piafaban nerviosos. Geoffrey se asomó a una de las
ventanillas y picado por la curiosidad, buscó aquellos escudos que reconocía.
Vio a los Kingsale, a los Jefferson y por supuesto, a los Meister, sus mejores
amigos, que, precisamente en en esos
momentos se acercaban a la puerta cogidos de la mano. Geoffrey apartó la mirada
al sentir una punzada de dolor en el pecho. Verlos juntos siempre le recordaba
a Judith y al tiempo que había pasado con ella antes de su muerte. No podía
evitar pensar que ellos eran tan felices como lo había sido él… y eso lo
llenaba de envidia, por mucho que le pesara.
Un
suave golpe en el carruaje le trajo de nuevo a la realidad. James abrió la
puerta e hizo amago de ayudarle a bajar, pero Geoffrey gruñó y bajó por su
propio pie. No era ningún lisiado, y le molestaba mucho que le trataran como
tal. No había nada peor que sentir sobre él miradas de compasión y lástima. Bufó
sonoramente y estiró su pierna derecha hasta que sus músculos se relajaron. El
dolor fue atroz, pero no consintió en apoyarse en el bastón. No quería que el
resto del mundo se enterara de que tenía una rodilla destrozada. Suficiente
sabían ya de su vida como para añadirle más dramatismo, pensó y entró en la
casa todo lo rápido que pudo.
El
salón principal estaba abarrotado de personas, como era de imaginar. Condes,
duques, barones… todos se movían unos alrededor de los otros, como aves de
presa buscando algo sobre lo que abalanzarse.
Geoffrey
se estremeció y bajó las escaleras intentando disfrazar su cojera en la medida
de lo posible. No tenía hambre, así que obvió la parte del salón donde estaban
las viandas. Decidió que ya iría más tarde, cuando hubiera bebido un par de
copas. Pero lo primero era lo primero. Tenía que saludar a los Laine, los anfitriones
de la fiesta. Era a su hija Emily a quien dedicaban la celebración, por lo que
al menos tendría que hacer acto de presencia. Rápidamente escudriñó a la
multitud y sonrió. Vio a los Laine de espaldas y justo a su lado a Marcus y
Rose. Como siempre, Marcus se le adelantaba en todo.
Exasperado
y divertido a partes iguales, Geoffrey sacudió la cabeza y se acercó a ellos.
—Está
claro que esta mujer se ha empeñado en desafiar todo lo que creo. —Marcus rió
suavemente y acarició a Rose con
ternura. De pronto sintió un suave golpe en el hombre y se giró. Una amplia
sonrisa se dibujó en su rostro y se apartó de su mujer, que también sonrió—.
Vaya, pensé que te habías perdido, Geoff.
—No
es tan fácil perderme, Marcus —contestó él y miró a sus anfitriones—. A ver si te crees que porque estemos un poco lejos de mi
casa voy a... —Se detuvo bruscamente y parpadeó. Su mirada se desvió
rápidamente de los Laine y recayó en la muchacha que les acompañaba. Rubia, de
grandes ojos azules y con rasgos de ángel. Geoffrey retrocedió un par de pasos
bruscamente y palideció. No, no podía ser—. Judith… —susurró sobrecogido y se
aferró al bastón con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos.
La
muchacha sonrió y le miró con curiosidad. Parecía que él quería decir algo,
pero que no se atrevía a dar el paso. Su sonrisa se tornó mucho más amable y
suave.
—¿Geoffrey? —La voz de Rose le llegó desde muy lejos, pero
sonaba realmente preocupada—. Creo que no os conocéis. Lady Laine… —Rose miró a
la joven y sonrió—. Él es Geoffrey Stanfford, barón de Colchester.
Geoffrey
asintió levemente, pero no fue consciente de lo que estaba haciendo. El dolor
le recorría en grandes oleadas y no era capaz de articular una sola palabra. No
podía ser. Simplemente era ilógico y demencial, pero… aparentemente cierto.
Allí estaba, mirándole con esos ojos que tan bien conocía. No podía creerlo ni
dar crédito a lo que estaba viendo, simplemente era incapaz de pensar que
Judith había vuelto. Había pasado cuatro años enteros de su vida visitando su
tumba para llorarla, para despedirla y ahora… la tenía delante de sus ojos.
—Es
un placer conocerle, milord. —Emily sonrió con suavidad, tal y como había
aprendido en la academia, e hizo una reverencia perfecta. Sin embargo, cuando
volvió a levantar la mirada, se ruborizó. Nunca había visto una mirada tan
intensa como la de aquel hombre, y menos si iba dirigida hacia ella. Un
cosquilleo la recorrió de golpe y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para
continuar hablando sin parecer tonta—. ¿Cómo está?
Definitivamente
aquella voz no era la de su Judith. La
de lady Laine era mucho más suave y aguda, y no le llegaba tan hondo como la de
su mujer. Sin embargo, no podía dejar de mirar a la joven, por mucho que le
pesara.
Geoffrey
tragó saliva desesperadamente y trató de recobrar la compostura. Si no lo hacía
empezaría a balbucear como un niño, y eso era lo último que necesitaba en
aquellos momentos.
—Es…
un placer, lady Laine —musitó levemente y se forzó a coger la mano que ella le
ofrecía. Malditas costumbres inglesas,
maldijo para sí y besó con suavidad los nudillos de Emily. En el mismo momento
en el que sintió la piel de la joven contra sus labios, su cabeza se llenó de
recuerdos, de imágenes de Judith, de sus sonrisas y miradas. Una oleada de
dolor le recorrió con tanta fuerza que la soltó bruscamente y se incorporó.
Tenía que salir de allí en cuanto antes y beber algo. Algo fuerte, a ser
posible—. Bienvenida de nuevo a Londres.
—Gracias,
milord. —Emily sonrió con suavidad y retiró la mano. Se le hacía raro sentir
los labios de un hombre sobre ella, pero no podía negar que era una sensación
muy agradable. Incluso si ese roce era breve y casi obligado—. ¿Hace mucho que
se conocen, milord?—preguntó y miró a Marcus y a su mujer, que estaban
completamente pendientes de Geoffrey.
—Sí,
desde hace varios años. —Marcus intervino con rapidez al ver la alarmante
palidez de su amigo. Él también se había dado cuenta del notable parecido que
tenía Emily con Judith, y sabía que Geoffrey no estaba pasando por un buen
momento. Tenía que sacarle de ahí antes de que se derrumbara… o antes de que
hiciera alguna tontería—. Si me disculpan, acabo de recordar que Geoffrey y yo
teníamos un asunto pendiente de máxima urgencia.
Geoffrey
parpadeó rápidamente, confuso, pero al ver la mirada decidida de Marcus,
asintió. Al menos sería una buena excusa para salir corriendo de allí. Sin
embargo, no pudo evitar echarle una última mirada a Emily. Era joven, mucho más
que él, pero había algo en ella que le descolocaba completamente.
—¿Y
tienen que hablar de trabajo en un día como hoy? —La estridente voz de
Josephine resonó con fuerza, como siempre que ella hablaba. A su lado, Em
sacudió la cabeza de manera imperceptible, molesta.
—Déjales,
querida. Los negocios son los negocios. —El padre de Emily, Chistopher, sonrió
y apuró su copa de vino. Un par de gotas cayeron sobre su camisa, pero nadie
pareció notarlo o al menos, nadie hizo mención a ello.
Marcus
sonrió brevemente y miró a su mujer. Rose enarcó una ceja y carraspeó con
sutileza. Al parecer ella también se había dado cuenta de que Geoffrey tenía
que salir de allí.
—Me
temo que es muy urgente, milady. —Marcus apoyó una mano sobre el hombro de
Geoffrey y tiró de él—. Pero no se preocupe, no dejaremos a su hija sola
durante mucho tiempo. Es más, creo que disfrutará mucho charlando con mi mujer.
Y ahora, si me permiten… ¿Nos presta el estudio o la biblioteca, Laine? Será
solo un momento.
—Claro,
es aquella puerta del fondo. —Cristopher señaló una dirección con uno de sus
rollizos dedos—. Aunque les va a resultar difícil hacer negocios con medio
Londres saludando. Y no se preocupe por el tiempo, Meister. Intentaré soportar
estoicamente la compañía de estas tres adorables damas.
Marcus
rió brevemente e hizo un gesto de despedida. A su lado Geoffrey le imitó,
aunque su gesto no fue tan fluido como el de él. Después se giró
precipitadamente y le siguió a grandes pasos hasta que ambos desaparecieron
tras la puerta.
o
Emily siguió con la mirada a ambos hombres hasta
que cruzaron la puerta. Después sonrió con amabilidad y miró a la mujer que
había venido con Marcus. En comparación, era mucho más joven que él pero el
brillo enamorado de sus ojos decía que a Rose no le importaba. No era demasiado
alta, ni tenía nada que ver con el canon de belleza clásica. Y, sin embargo, parecía
feliz pese a sus defectos. Una oleada de simpatía hacia aquella mujer recorrió a
Emily, que se giró hacia ella, sonriente.
—Será
un placer hablar con usted, milady. Acabo de llegar de Glasgow, y aún no
conozco mucha gente.
—Ya
la conocerás, Em. —Josephine se acomodó los guantes sobre sus gastadas pero
elegantes manos y miró a su hijastra—. De hecho, de eso mismo quería hablarte.
—¿De
conocer gente, madre? —preguntó con extrañeza y frunció el ceño durante un
brevísimo momento. Sin embargo fue suficiente para que su madrastra se diera
cuenta.
—No
frunzas el ceño, Emily. —La regañó y puso los ojos en blanco— .¿No te han
enseñado nada de modales en Rosewinter?
Emily
abrió la boca para contestar, pero un gesto de Josephine la detuvo.
—Da
igual, prefiero que no me lo digas.
—¿Rosewinter
es la academia a la que ha ido, Emily?—Rose intervino con rapidez y miró a la
joven intencionadamente. La mujer vio con satisfacción como ella suspiraba
aliviada y como se relajaba notablemente.
—Sí,
milady. He estado cuatro años allí, desde que cumplí los trece.
—¿Y
por qué tanto tiempo? He de imaginar que un solo año allí debe costar una
fortuna —comentó Rose y desvió la mirada de Emily para buscar a sus
anfitriones: lord Laine rellenaba su copa de nuevo y su mujer se abanicaba con
desgana, a pesar de que no hacía calor en la sala.
—¿Una
fortuna? Dos, cada año. Pero mi hija se merece lo mejor. ¿No es así? —Cristopher
hizo una mueca a modo de sonrisa y acarició torpemente la mejilla de Emily.
—Mis
padres pensaron que una buena dama debe instruirse durante muchos años y que
ningún lugar en Londres me ofrecía esa posibilidad —explicó Emily y sonrió con
amabilidad. Ni ella misma entendía por qué había tenido que estar tanto tiempo
allí, pero no se quejaba. Gracias a ello había encauzado su vida de una manera
diferente al de otras jóvenes de su edad—. En Glasgow nos daban todo aquello
que necesitábamos.
Rose
asintió conforme y apuró su té. Ella misma había deseado que sus padres
hubieran sido un poco parecidos a los de
Emily para haber contado con esa clase de lujos. No le había ido mal sin ellos,
por supuesto, pero era cierto que hubiera agradecido cierta ayuda.
—En
Rosewinter hacen verdaderas maravillas —comentó Josephine y dejó el abanico de
lado para mirar a Emily—. Es el mejor lugar para que una jovencita se prepare
para el matrimonio.
Emily
se forzó a sonreír con toda la alegría que era capaz de fingir. La sola idea
del matrimonio la aterraba, porque había sido educada para temerlo. Para ella
una boda era una limitación a su vida y a su libertad, especialmente si no se
casaba por amor. Y, sin embargo, aceptaba estoicamente que tendría que hacerlo.
Tarde o temprano vería su vida ligada a la de otra persona, y era mejor ir
haciéndose a la idea. Si algo había aprendido en Rosewinter era que el deber
estaba por encima de todo. Y su actual deber era obedecer a sus padres…quisiera
o no.
—He
oído, milady, que se casó no hace mucho.
Rose
sonrió ampliamente y asintió.
—El
mes que viene hará un año, sí. Por eso yo tampoco conozco mucha gente, porque
apenas he salido de casa. —Rió suavemente y obvió las miradas escandalizas de
sus anfitriones. Rose estaba acostumbrada a ese tipo de miradas, y con el
tiempo se había acostumbrado a destacar en los círculos sociales.
—Esperemos
que Emily se sume pronto a la lista de recién casados —intervino Cristopher y
sonrió de manera ladina—. Es una jovencita preciosa, y aunque hemos intentado
reservárnosla, no nos queda otro remedio que pensar en lo mejor para su futuro.
Emily
se apresuró a asentir y a sonreír a su padre. Sin embargo su sonrisa no tardó
en apagarse. Soy como el ganado, como una
maldita yegua de cría, pensó y su habitual gesto de sumisión se deshizo
durante un breve momento. No podía evitar pensar que su matrimonio favorecería
más a sus padres que a ella misma.
—Yo
también deseo casarme pronto, padre. No soportaría la vida de soltera durante
mucho tiempo—mintió y trató de volver a sonreír, tal y como había estado
practicando durante las largas tardes en Rosewinter.
—Pero…
—Rose frunció el ceño y sacudió la cabeza, contrariada. Sin embargo no
consiguió terminar la frase, ya que fue bruscamente interrumpida por Josephine.
—Lo
mejor para una jovencita de la alta sociedad es casarse pronto y bien —contestó
y miró a Rose de reojo. Todos los que estaban allí reunidos conocían el
escándalo de los Meister, pero nadie decía nada sobre el tema. De hecho todo el
mundo parecía apreciar mucho a Rose… a pesar de todo—. Por eso mismo, Emily,
quería presentarte a lord Sutton, lord Mirckwood y lord Busen. Todos ellos son
muy buenos partidos.
Al
escuchar esas palabras, tan duras y tercas, Emily se forzó a no poner los ojos
en blanco. Sabía que si lo hacía se ganaría una reprimenda por parte de su madrastra
y era lo último que necesitaba. Suficiente tenía ya con saber que sus padres
querían casarla de inmediato. Maldita fuera, no hacía ni un día que había
llegado de Glasgow y ya estaban buscándola otro lugar donde encerrarla. Una
profunda oleada de tristeza la recorrió, pero Em supo mantener su suave y falsa
sonrisa.
—Y
yo quiero tener nietos pronto —añadió Cristopher y sonrió brevemente—. No hay
nada mejor que tener a un montón de pequeñuelos correteando por casa.
—Completamente
cierto —corroboró Josephine y su cínica sonrisa se amplió.
Rose
frunció el ceño, aunque trató de que sus anfitriones no se dieran cuenta de la
indignación que la recorría en grandes oleadas. Por el amor de Dios, ¡tenían a
Emily como si fuera un maldito florero! Molesta, resopló discretamente y se tragó todo
el veneno que amenaza con enturbiar sus palabras. Se limitó a consolar a Emily
con una sonrisa de apoyo.
—Creo
que aún es pronto para pensar en eso, madre. —Em sonrió brevemente y apretó su
ridículo con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Pero no podía
dejarse ir. No era propio de una dama. Tenía… tenía que tranquilizarse y seguir
con la conversación, la llevara donde la llevara. Decidió que la manera más
fácil de salir de ese vórtice de preguntas, era, precisamente, con otra. Por
eso se giró hacia Rose y le devolvió la sonrisa—. ¿Y usted, milady? ¿Ha pensado
en tener hijos?
Rose
sonrió para sí y su mano derecha se apoyó discretamente su vientre. Aún estaba
muy plano y el vestido que llevaba era demasiado amplio como para que alguien
se diera cuenta de su pequeño secreto. Un estremecimiento de felicidad la
sacudió e hizo que su sonrisa se ampliara.
—En
realidad…, Marcus y yo estábamos pensando en organizar una pequeña fiesta para
anunciarlo, pero ya que me lo pregunta con tanta amabilidad...sí, amigos míos, estoy
embarazada.
o
Marcus
cerró la puerta de la biblioteca con rapidez y se giró hacia Geoffrey con
preocupación. Su amigo estaba mortalmente pálido y parecía que iba a
derrumbarse de un momento a otro.
—Geoff,
mírame. ¿Estás bien?
Geoffrey
dejó escapar un breve gemido y se dejó caer en el primer sillón que vio,
agotado.
—Es…
joder, idéntica a ella, Marcus. Esa mujer es...—Enterró la cabeza entre las
manos y trató de contener los violentos temblores que le recorrían. No lo
consiguió, así que se limitó a pensar en lo bien que le vendría un trago—.
Necesito una copa, por amor de Dios.
Marcus
se giró alarmado y negó con la cabeza.
—Geoffrey,
llevas semanas sin beber, no lo vayas a estropear ahora —suplicó y se acercó a
su amigo. El dolor y la desesperación que emanaba Geoffrey era tan intenso que
Marcus sintió una fuerte presión en el pecho.
Al escucharle, tan convencido e inocente, Geoffrey
dejó escapar una carcajada amarga y rescató su petaca, llena hasta los topes,
del chaleco.
—Sí…
semanas —musitó con ironía y bebió un largo trago. El alcohol bajó por su
garganta y le abrasó con fuerza, aunque a Geoffrey no le importó. Llevaba mucho
tiempo bebiendo como para no estar acostumbrado a esa desagradable sensación.
—¡Escúchame,
Geoff! Ella es… solo parecida. Emily Laine no es Judith, por mucho que se
parezcan. ¿No te das cuenta, viejo amigo? —Marcus suspiró y se pasó una de las
manos por el pelo, desolado—. Intenta calmarte, por lo que más quieras.
¿Quieres que vaya a buscar a Rose? A ella se le dan mejor las palabras…
Geoffrey
asintió con un breve cabeceo y dejó que Marcus le quitara la petaca de las
manos. Ni siquiera tenía fuerzas para resistirse. Todo él temblaba con fuerza,
como si estuviera en la calle en mitad de una tormenta.
—Es…
como una pesadilla, Marcus. Es como si ahora que empiezo a recuperarme… ella
volviera. Yo… yo… ¿Crees que es porque empezaba a olvidarla? ¿Por eso lady
Laine es tan parecida a ella? ¿Para castigarme?
—Geoff…
Judith nunca sería tan cruel. Ha sido solo una casualidad. —contestó Marcus,
aunque ni siquiera él estaba convencido. Por el amor de Dios, aquella mujer era
un clon de Judith, se viera por donde se viera. Era lógico que estuviera tan
trastornado—. Espera aquí, yo… voy a buscar a Rose.
Geoffrey
asintió, pero no fue consciente de que Marcus se marchaba. A su alrededor todo
parecía desdibujarse y no sabía si era por el dolor que sentía o por las lágrimas
que enturbiaban su mirada. ¿Por qué,
Judith? ¿Por qué me estás haciendo esto?, se preguntó y enterró la cabeza entre
las manos. Sabía que se merecía todo aquello. A fin de cuentas… él había matado
a su mujer. Y si ahora ella volvía para recordarle su culpa, él lo asumiría,
como siempre. Como llevaba haciendo desde el principio. Como continuaría
haciendo a partir de ahora.
Marcus
salió de la biblioteca todo lo rápido que pudo. La fiesta seguía su rumbo y la
gente continuaba ajena a todo lo que pasaba tras las paredes. Y eso, en cierta
manera, era un alivio. No tenía ganas de explicar por qué el barón de
Colchester había desaparecido de escena tan abruptamente. Suficiente tenía ya
con desmentir los muchos rumores que corrían sobre él. No servía de nada, por
supuesto, pero tenía que intentarlo. No sería un buen amigo si lo dejara pasar.
El
sonido de la música fue envolviéndolo conforme se acercaba al centro de la
sala. Su mujer continuaba rodeada de los Laine, y al verla, sintió una oleada
de ternura. Aún no sabía cómo dar las gracias por tenerla, pero seguía buscando
la manera correcta de hacerlo.
—Rose,
querida… —Marcus sonrió a todos los presentes y enlazó su mano con la de ella,
aunque con ello se ganó un coro de miradas reprobatorias—. ¿Puedes venir a la
biblioteca un momento? Si a lord Laine no le importa, por supuesto. Pero creo
que hay varios libros que te interesarían. —continuó y le dedicó a Rose una
mirada cargada de significado.
Rose
abrió mucho los ojos y asintió discretamente. Después se giró hacia los Laine y
les sonrió a modo de disculpa.
—Oh,
eh… disculpad a mi marido, pero siente la misma pasión que yo por los libros
exóticos. —Consiguió decir mientras Marcus tiraba de su manga con suavidad.
Rose dejó escapar un breve bufido y se alejó un par de metros de sus
anfitriones—. Por el amor de Dios, Marcus, ¿qué se supone que pasa?
—Es
Geoffrey. Está… —Marcus sacudió la
cabeza y rezó para que la botella de brandy que había en la biblioteca siguiera
en su sitio—. …bueno, ahora le verás, pero no va a ser agradable, pequeña.
—Pero…
espera, Marcus. —Rose se detuvo y se mordió el labio inferior, como hacía cada
vez que estaba extremadamente nerviosa—. Explícamelo antes de que entre.
Marcus
suspiró y miró de reojo la puerta que tenía a su espalda.
—Esa
chica… Emily, no sé cómo no me he dado cuenta antes, pero es, literalmente, la
viva imagen de Judith. Ya puedes imaginarte cómo le ha sentado a Geoffrey.
Rose
palideció y asintió secamente antes de abrir la puerta de la biblioteca. Sabía
cómo le había afectado a Geoffrey la muerte de su mujer. Había hablado con él
las suficientes veces como para adivinar el vacío que había dejado… y el dolor
que aún le corroía. Un breve pero intenso estremecimiento de pena recorrió a la
joven, que se apresuró en entrar.
—¿Geoff?
Geoffrey
levantó la mirada y se secó los ojos con brusquedad. Por nada del mundo quería
que alguien le viese llorar y mucho menos aquellos que le conocían. Eso lo
dejaría para luego, cuando estuviera entre las cuatro paredes desnudas de su
habitación.
—Siento
lo patético de la situación, Rose—musitó en voz muy baja y esquivó su mirada.
Curiosamente esta terminó encontrándose con una botella de brandy sin abrir. El
doloroso anhelo de beber un trago hizo que se le encogieran las entrañas.
—No
digas estupideces. —Rose sacudió la cabeza y se arrodilló frente a él, para
estar a la misma altura. Sus ojos se cruzaron durante un breve momento y la
soledad que vio en los de él la estremeció—. ¿Estás bien?
Geoffrey
sacudió la cabeza y apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron
blancos.
—Si
me hubieran dado un mazazo en el pecho… hubiera sido menos doloroso —contestó,
en apenas un susurro—. Ha sido demoledor.
—Pero…
sabes que no es ella ¿verdad? —Rose miró a su marido, angustiada— No es Judith, es otra mujer.
—Lo
sé de sobra, Rose. Pero eso no implica que me destroce ver un jodido retrato
suyo.
Rose
suspiró y le cogió cariñosamente de las manos. Geoffrey tenía las manos
heladas, y no podía contener los temblores de la abstinencia. La joven apretó
con más decisión los dedos entre los suyos y le dedicó una leve sonrisa.
—Tienes
que ser fuerte. Tienes que continuar como has hecho hasta ahora. Sabes tan bien
como yo que los problemas no desaparecen de la noche a la mañana. Lidia con
ellos, Geoffrey.
—Si
fuera tan fácil… —Geoffrey sacudió la cabeza y acarició con el pulgar el guante
de seda que llevaba Rose.
—Nadie
dijo que lo fuera. —intervino Marcus y se acercó a ellos—. Es hora de volver,
Geoffrey. No puedes esconderte aquí hasta que se vayan tus fantasmas.
Rose
asintió de acuerdo con su marido y se incorporó. Geoffrey no levantó la cabeza,
ni hizo amago de querer levantarse.
—Emily
Laine no ha vuelto de Glasgow para castigarte, Geoffrey. No lo olvides, por
favor. —Rose suspiró y regresó junto a su marido aunque no pudo evitar que la
compasión se reflejara en sus ojos.
Geoffrey
asintió más para sí que para nadie y apenas fue consciente de que la pareja
salía de la habitación. Las sombras de su pensamiento se volvieron más oscuras
y se aferraron a su pecho, a su corazón. El dolor se hizo aún más patente, y la
desesperación por beber aumentó. Judith…,
musitó para sí y acarició la petaca distraídamente. Solo necesitaba un trago
para olvidar ese nombre. Un trago tras otro, y esas letras que tanto daño le
hacían se difuminarían en el olvido.
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